El irresoluble debate sostenido en los medios de comunicación sobre qué tanto y hasta dónde debe participar el Ejército Mexicano y las fuerzas armadas en tareas de seguridad pública para hacerle frente al narcotráfico, oculta el verdadero rostro y profundidad del tema. La Comisión Permanente vota un punto de acuerdo en su sesión del pasado miércoles y al día siguiente los mismos promotores del documento salen a corregirse. Mientras tanto, el Presidente de la República insiste en que el desafío de esta vertiente del crimen organizado no habrá de modificar su determinación y señala, respecto del punto de acuerdo de los legisladores, que no es momento de acobardarse. ¡Vaya calidad de debate y claridad en las posiciones!
¿Cómo llegamos hasta este punto de violencia? ¿Cuántas dependencias, funcionarios y programas fracasaron? Es más, ¿por qué consumen drogas nuestros jóvenes? ¿Tienen alguna responsabilidad los medios de comunicación en ese ambiente de culto a la violencia y al dinero fácil? Como cualquier patología social, en las adicciones hay elementos a la mano, datos, informes y otros recursos documentales para señalar en dónde y en qué fallamos como estructura social. Fijar el debate en la presencia de soldados en municipios, carreteras, rancherías, es discutir la evidencia, el efecto, lo que hoy se palpa. Si hay excesos o no, si hay apego a la ley o no. Sin embargo, mucho más importante es precisar las causas, es decir, la articulación de los elementos que propiciaron que nos encontremos en la ruta de la descomposición social. Hay temas que tratar como la calidad del sistema educativo, las oportunidades para la obtención de un empleo estable y bien remunerado, un sistema de salud adecuado y oportuno.
Qué decir del sistema de imparticón de justicia en cuanto a su atingencia e imparcialidad. También, los valores cívicos y de promoción de la convivencia que la televisión, principalmente, transmite por las tardes cuando millones (sí, millones) de niños regresan de la escuela. La transformación de las reglas en las familias mexicanas da origen a la fragmentación en la búsqueda de opciones para desarrollarse, lo que ha llevado a que miles y miles de jóvenes, hombres y mujeres, emigren a Estados Unidos o a otras entidades de la República. El panorama, pese a los niveles educativos logrados, no asegura un buen trabajo. Por supuesto, el abandono del campo por parte de las políticas sociales, en particular desde el gobierno de Carlos Salinas, acentuada en las administraciones de Ernesto Zedillo y Vicente Fox, arroja a familias enteras a labores de siembra y custodia de plantíos de mariguana y amapola. No hay otra forma de sobrevivir.
El sentimiento de frustración, de decepción, es el mejor ambiente para encontrar en los estupefacientes la forma de evadir o encontrar una fallida respuesta a las interrogantes sobre el futuro personal. Llegamos hasta la necesidad de recurrir y justificar el uso de la fuerza militar, porque todo el entramado social, institucional y legal fracasó. Vivimos una crisis social de valores y los partidos políticos y las estructuras de representación no se han dado cuenta. En ese contexto, la debilidad estructural de la democracia mexicana es apenas justificable. Privilegiar el debate sobre la legalidad o no, oportunidad o no, de las fuerzas armadas, nos está desviando del tema de fondo: la situación de la justicia social.
Dar sentido jurídico a las acciones militares en tareas de seguridad pública es indispensable. Es de esperar que la Ley de Defensa Nacional sea un tema que se aborde en el siguiente periodo ordinario de sesiones en el Congreso. Pero eso no resolverá, porque no es su objetivo, la calidad del sistema educativo, la reforma judicial y penal, como tampoco abordará la precariedad en el empleo, la violencia intrafamiliar o los pagos fiscales de los grandes monopolios. Además de un asunto de seguridad nacional y pública, nos enfrentamos al espejo de la frustración en el que los jóvenes miran su futuro