“Ninguna persona asesinada ayer”, fue el titular reciente del principal periódico de Ciudad Juárez, sin duda una gran noticia en esta ciudad fronteriza que es la zona cero en la guerra de las bandas del narcotráfico: en 10 meses no había pasado un día sin una muerte violenta. Sin embargo, a finales de ese día, el 30 de octubre, nueve personas más fueron rociadas con balas. Las muertes violentas son parte de la vida en Ciudad Juárez, una metrópoli andrajosa y cubierta por el polvo en la rivera del río Bravo, que hace frontera con Estados Unidos. Ha habido cuerpos ensangrentados colgando de puentes y niños que camino a la escuela se toparon con pistoleros llenando de plomo a sus blancos.
Aunque no hay ninguna forma definitiva de comparar las tasas de asesinatos en distintas ciudades de todo el mundo, no hay ninguna duda que Ciudad Juarez es ahora una de las más mortíferas. Ha tenido aproximadamente 2.250 muertes en lo que va del año, una tasa de 173 por cada 100.000 residentes. Baltimore, la ciudad estadounidense más mortal, tuvo 37 fatalidades con una población de más de medio millón de personas. La violencia empezó en serio a inicios del 2008, cuando el líder del cartel de Sinaloa, Joaquín “El Chapo” Guzmán y el jefe del cartel de Juárez, Vicente Carrillo Fuentes, se enfrascaron en una lucha profunda por el control de las rutas de la droga, que sus organizaciones habían compartido desde hacía mucho tiempo. Ambos han perdido a miembros de sus familias en esta guerra y han adoptado tácticas cada vez más brutales a medida que sigue avanzando.
Miles de soldados y policías federales fueron enviados a la ciudad en mayo del 2008 para tratar de detener la violencia y este año el presidente Felipe Calderon envió aun más tropas. En marzo, había más de 7.000 soldados en la zona. Las muertes bajaron temporalmente, pero pronto repuntaron: cuando los decomisos de drogas afectaron los ingresos de los traficantes, éstos se dedicaron a secuestrar, robar bancos y asaltar automovilistas. “La ciudad se muere”, afirmó Daniel Murguía, presidente de la representación local de la Cámara Nacional de Comercio. Murguía dice que ha recurrido a rejas de acero grueso y cámaras de vigilancia para proteger su cadena de lavanderías automáticas.
Letreros de “Se renta” cubren las puertas de los centros nocturnos cavernosos que alguna vez atrajeron a miles de juerguistas estadounidenses que cruzaban la frontera desde El Paso, Texas. La mayoría de los jóvenes de Juárez -temerosos por los tiroteos en centros comerciales, bares y discotecas- sólo socializan en las casas de sus amigos, por seguridad. Los únicos negocios que están creciendo son los de honras fúnebres, que ahora manejan el doble de víctimas de la violencia que en el 2008 y siete veces más que en el 2007.
Las madres le dicen a sus hijas que se pasen la luz roja de los semáforos por las noches, en lugar de arriesgarse a que un asaltante las tome de sorpresa. Incluso a la luz del día, los conductores no se atreven a mirar al automóvil de al lado, sobre todo si es una camioneta deportiva con ventanas ahumadas y sin placas. Los muertos de este año incluyen a profesores universitarios, un estudiante que se recibió con honores y meseros atrapados en fuego cruzado cuando unos pistoleros les dispararon a sus clientes.
Ni siquiera las salas de emergencia, donde los médicos intentan desesperadamente salvar a las víctimas, son inmunes. El doctor Alberto Ríos estaba en una cirugía el mes pasado cuando hombres armados con fusiles ingresaron a la sala de operaciones, en busca de dos hombres heridos en un tiroteo. Luego de provocar un caos entre los presentes, los hombres se fueron sin encontrar a sus blancos, que estaban armados y se habían escondido en un baño.
“Todos tenemos un familiar o un amigo que ha sido asesinado”, afirmó Ríos, cuyo sobrino de 17 años murió en un tiroteo en julio. “Esto no acabará hasta que uno de los cárteles tome el control”.