Nuestra Carta Magna establece la obligación, a cuanta persona viva y trabaje en el país, de contribuir a las arcas públicas en la medida de sus posibilidades. Como casi todo se politiza y se sujeta a interpretaciones variopintas, alguien ha decidido cosas tan sui géneris como no gravar a los pobres, sin ofrecer una explicación convincente de qué se debe entender por pobre, o exentar ciertas actividades, como la agricultura.
Aquí, con el pretexto de que los agricultores son pobres -sin hacer caso a los priistas, quienes vociferan que gracias a sus gobiernos revolucionarios y sus repartos agrarios los agricultores salieron de la pobreza (sic)- los exentan o sujetan a tratamientos especiales.
Asimismo existe una canasta “básica” que está exenta, pero que nadie se ha tomado el tiempo de estudiar quién consume. No se sujeta al pago de impuestos a los sindicatos, no vaya a ser que se ponga al descubierto cómo han hecho sus fortunas ciertos personajes, ni a los partidos políticos se les exige el mínimo de rendición de cuentas.
Con esto y la necedad de las autoridades de pedir los famosos requisitos fiscales en facturas y recibos, para procesarlos y aceptarlos como deducibles, y su miedo a dejar un solo impuesto en el caso del IETU e ISR y la complejidad de los formatos y cálculos que se piden para llenarlos, una cada vez mayor proporción de empresas ha optado por la informalidad, al no registrarse en el padrón y así evadir todo tipo de contribución al fisco.
En el despacho encargado de estudiar estos asuntos, también se les ha olvidado estudiar qué tan justo y equitativo es el esquema imperante de deducibles para familias y empresas, lo cual se lograría analizando cuál es la tasa efectiva de pago de cada causante, y como consecuencia existe la presunción de que algunos causantes, personas físicas y morales de bajos ingresos, pagan más impuestos que los de muy altos ingresos, sin que nadie diga ni haga nada.
Luego vamos al lado del gasto y vemos cosas tan sorprendentes como el presupuesto para el sector salud, o educación, que desperdicia una nada despreciable cantidad en burocracia y gastos excesivos de administración, con duplicidades y sin un estándar de trabajo que garantice un mínimo de productividad y eficiencia, lo cual deja sin servicios de calidad justamente al segmento más bajo de la población, a los pobres, quienes deben sacar recursos de donde puedan para atenderse en servicios privados de dudosa calidad, pero que al menos les dan la sensación de que están siendo atendidos.
Luego viene la parte que los gobiernos dedican a infraestructura urbana básica, como agua potable, alcantarillado, parques y jardines, alumbrado público, mercados y pavimentación, áreas donde observamos una presencia de servicios informales, ofreciendo todo tipo de bienes y servicios, que resultan ser los verdaderos beneficiarios de esos gastos.
Estos tipos no contribuyen nada al erario, aunque existe una bien identificada red de corrupción y rentas que cobran ciertos personajes, que se encargan de repartir entre una compleja estructura burocrática y de rentistas que ejercen todo tipo de funciones, abarcando áreas tan diversificadas como el coyotaje, puestos organizativos y directivos en partidos políticos, líderes de acarreos, golpeadores, invasores, rateros, tratantes de blancas, productores de pornografía, revendedores de entradas a espectáculos, falsificadores de documentos, gestores y cuanta ocupación ilegal se nos ocurra.
Cuantificar los ingresos de estos tipos es muy difícil, si no es que imposible. De ahí la necedad de algunos en sugerir que la mejor forma de tratarlos y meterlos al redil sea mediante un impuesto generalizado al consumo, pero como esto les suena a los defensores de pobres como tecnocracia malévola, pues seguirá durmiendo el sueño de los justos.
Se dice en los manuales y textos de finanzas públicas que un objetivo (no el único) de la política fiscal es promover una redistribución del ingreso, cobrando más a los más ricos y gastando más en los más pobres.
Podemos ver que en nuestro sufrido país esto no aplica en absoluto, aunque en el discurso de cualquier político de medio pelo seguramente figura. Entonces muy pocos pagan lo que deben y muchos no pagan en absoluto. Muy pocos se benefician del gasto y las grandes mayorías se hacen “justicia”, si así se puede llamar, por su propia cuenta, al no pagar, utilizar los servicios públicos como si fueran sólo de ellos y darse el lujo de comprar voluntades y favores de servidores públicos.
No hemos hablado del tan llevado y traído gasto social y sus programas, porque sobre el tema hay que decir primero que su diseño incentiva que la gente prefiera seguir siendo pobre en lugar de buscar mecanismos para salir de su situación por sus propios medios.
Luego hay que decir que se derrocha en gastos de administración y burocracia, al existir varias instancias que “vigilan” la aplicación de los recursos, pero que no se toman el tiempo y el espacio para evaluar a fondo los programas. La famosa encuesta que se utiliza para medir la pobreza está demasiado politizada, es limitada y parcial, pero esto tampoco nadie lo dice.
Así, la política fiscal se ha ido llevando, dadas las circunstancias, por el mejor camino posible, aunque convendría trabajar en un nuevo diseño, que tome en cuenta que lo que conviene hacer es mantener el equilibrio de las finanzas, garantizar la sostenibilidad a largo plazo y hacer que las mayoría contribuya. Todo lo demás se puede dejar fuera.
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