Después de semanas compartiendo habitaciones hacinadas con otros parientes durante la guerra del año pasado entre Hamas e Israel, Mohamed al-Selek, de 39 años, no le dio importancia al oír el sonido de dos proyectiles de mortero. Pero cuando una nube asfixiante de humo acre llenó la escalera, le dio un vuelco el corazón: la vivienda familiar había sido alcanzada por fuego israelí.
Apenas unos minutos antes disfrutaba de un respiro poco habitual, relajándose con una taza de té y galletas para celebrar el final del mes musulmán de ayuno, el Ramadán. La casa estaba llena con sus hijos y sobrinos, y el padre de al-Selek había llevado a los inquietos niños a jugar en el tejado, donde la familia tenía conejos y pollos.
Tras la explosión, al-Selek y su esposa corrieron los cinco tramos de escalera hasta el tejado y encontraron una imagen que aún trata de asimilar.
“Encontramos una escena increíble, mis hijos y mi padre tirados en el suelo”, dijo al-Selek, recordando el horror ante un equipo de Associated Press que regresó hace poco al vecindario.
Atrapado en una pesadilla viviente, vio los cuerpos ensangrentados y mutilados de sus tres hijos, su padre, Abdul Karim, de 71 años, y otros seis parientes tumbados junto al gallinero y las jaulas de los conejos. Por todas partes había plumas y pelo de los animales que los niños habían pedido que les enseñara su abuelo poco antes.
La vida de al-Selek cambió para siempre ese 30 de julio.
El ataque israelí sobre su casa, en el barrio gazatí de Shijaiyá, justo en la frontera con justo en la frontera con Israel, se produjo en el cénit de las hostilidades y fue uno de los incidentes con más muertos de todo el conflicto. Dos periodistas de AP llegaron al lugar cuando terminó la última ronda de morteros, y encontraron una sangrienta escena.
Más de 2.200 palestinos, incluyendo más de 1.400 civiles, murieron durante los 50 días de guerra iniciados el 8 de julio, según cifras de Naciones Unidas. Del lado israelí murieron 73 personas, seis de ellas civiles.
Debido a la gran cifra de víctimas, el defensor general del Ejército israelí inició una investigación sobre el ataque.
La pesquisa determinó que las fuerzas israelíes habían recibido fuego de morteros de milicianos palestinos en la zona. Sin vigilancia aérea disponible, respondieron a la fuente del fuego, lanzando un total de 15 proyectiles en un intervalo de 18 minutos, según el informe. La investigación absolvió al personal militar de cualquier mala práctica, tras no hallar pruebas de conducta punible.
En medio del caos en ese tejado de Shijaiyá, al-Selek dijo que primero encontró a su hijo de cinco años, Abdul-Halim, que aún respiraba entre lo que describió como “montones de carne con cráneos abiertos”. Se apresuró a llevar al niño abajo y al exterior hasta una ambulancia, y después volvió corriendo al tejado y repitió la macabra tarea, cargando el cuerpo sin vida de su hijo menor, Abdul-Aziz. El dolor lo abrumó al ver los restos de su hija de ocho años, Omeneya, pero no pudo cargarla.
Cuando salió de la ambulancia por segunda vez para volver al tejado, un destello blanco anunció una nueva ronda de proyectiles. La explosión le derribó y le cortó la pierna derecha por debajo de la rodilla. Creyó que moriría, y se encomendó a Dios antes de pedir ayuda.
Para cuando se acabaron los bombardeos, al menos 30 personas habían muerto, incluidos 10 miembros de la familia extendida de al-Selek, ocho de ellos niños.
Hay sólidos indicios de que Hamas empleó zonas residenciales como Shijaiyá como cobertura durante los combates, y periodistas de AP vieron cohetes disparados desde barrios residenciales en varias ocasiones. El ejército israelí dice que entre los muertos en el vecindario había seis milicianos, algo que niegan los residentes del lugar.
“Éste es uno de los crímenes más horribles en Gaza”, afirmó Mohamed Al-Alami, abogado del grupo independiente con sede en Gaza Centro Palestino para los Derechos Humanos.
En un informe reciente sobre la guerra, el Consejo de Derechos Humanos de Naciones Unidas acusó tanto a Israel como a Hamas de posibles crímenes de guerra, afirmando que operaciones de ambos bandos pusieron en peligro a los civiles.
Casi un año después, la gente de Shijaiyá, uno de los barrios más poblados y empobrecidos de Gaza, tratan de retomar sus vidas, especialmente en las zonas más afectadas cerca de la frontera.
Familias como la de al-Selek creían que se librarían de la violencia, e incluso acogieron a familiares de toda Gaza creyendo que los estrechos callejones de su barrio estaban lejos del frente.
“Nadie pensó nunca que este vecindario se vería afectado, y simplemente no sé cómo ocurrió”, dijo Bilal Hmaid, que perdió a su padre Rajab, de 55 años, en los ataques sobre Shijaiyá.
A Bilal, de 22 años, se le hace un nudo en la garganta al recordar ese día. Cuando su padre oyó los proyectiles, salió corriendo para ayudar a sus vecinos. Unos minutos después, otra ronda de proyectiles le alcanzó también a él.
Luchando por respirar, Rayab se quedó en el suelo con otras víctimas a la espera de ayuda. Un periodista de AP le hizo un torniquete en la pierna, mientras el agua que caía de un depósito alcanzado por la metralla en un tejado se acumulaba a su alrededor.
Un olor a óxido llenó el aire conforme la sangre se mezclaba con gasolina y la tierra. Los heridos pedían ayuda. Médicos con camillas luchaban por avanzar por un pavimento desigual, clasificando a los pacientes para escoger a los que tenían una posibilidad y dejando a los que estaban más allá de toda ayuda.
A Rajab le llevaron a un hospital, donde sobrevivió cinco días más antes de morir de sus heridas.
“La gente venía a quedarse aquí, decía que éste era un barrio seguro”, dijo Bilal. “Pero durante meses después del ataque, el espíritu de la comunidad desapareció”.
En la casa de al-Selek, las jaulas de conejos se han sustituido, pero aún no se han cubierto las marcas de metralla en las paredes. Un póster con los rostros de los 10 parientes que murieron recibe a los visitantes en la estrecha calle.
A Al-Selel le cuesta comenzar una nueva vida. Durante los primeros seis meses, apenas dormía. Vendió su otro apartamento en la ciudad de Gaza y se mudó a la habitación de su padre en la vivienda familiar en Shijaiyá.
Su figura otrora robusta se debilitó, los músculos se le atrofiaron tras meses en el hospital. La nueva prótesis que le dieron para la pierna es demasiado pesada para él, dijo, y prefiere ir y volver de trabajar en la tienda de computadoras de su hermano sobre sus endebles muletas.
Parece resignado a su destino.
“Fue el día más oscuro de nuestra vida”, dijo al-Selek. “Pero la vida sigue adelante. Éste es el destino divino. La vida no se detiene, pese a la pérdida de mi pierna y mis hijos”.