“Mi hermano, aquí estamos desesperados porque no sabemos nada, no sabemos qué va a pasar con nosotros”, me dice Yoan Rivera Domínguez, un joven artesano procedente de Camagüey, Cuba. “Yo dejé un hijo de tres años y una mujer con siete meses de embarazo. A medida que pasan los días, lo poquito que les dejé se va acabando, tengo que llegar a Estados Unidos para ponerme a trabajar cuanto antes”, relata angustiado.
El poblado de La Cruz, uno de los cantones más pobres de Costa Rica, se convirtió abruptamente en el hogar temporal de miles de cubanos que intentan llegar a Estados Unidos en un largo y azaroso recorrido desde Ecuador. Un peregrinaje que encontró su mayor obstáculo en la frontera con Nicaragua, que les negó la entrada desde el 15 de noviembre alegando que permitírsela amenazaba su soberanía.
Me fui con el fotógrafo Ezequiel Becerra desde San José hacia La Cruz, a pocos kilómetros de la frontera con Nicaragua. En esa localidad norteña y su vecina fronteriza de Peñas Blancas, permanecen desde hace justo un mes alrededor de 5.000 cubanos, sin ninguna certeza de poder continuar su trayecto.
Nicaragua ocupa de lado a lado la franja territorial que termina en el Mar Caribe por el este y en el océano Pacífico por el oeste, por lo que es paso obligado por tierra hacia el norte desde Costa Rica.
En los últimos meses, miles de cubanos se han aventurado a tratar de llegar a Estados Unidos temerosos de que, en la estela del histórico proceso de reconciliación entre ambos países, Washington elimine la Ley de Ajuste Cubano (de 1966) y la política de “pies secos y pies mojados”, ambas vigentes, que brindan ventajas migratorias a los cubanos que logran llegar a territorio estadounidense.
Y endurecida la vigilancia en aguas del Mar Caribe por la Guardia Costera, muchos han optado por volar a Ecuador, el único país latinoamericano que no les exigía visa, para empezar desde allí el ascenso, pasando por carretera a Colombia y en lancha hasta Panamá.
Varados en la frontera, primero ocuparon para descansar parques, gimnasios y estacionamientos.
“Usted ve que por todas partes están los cubanos, en cualquier lugar que usted mire hay un cubano tirado en el piso”, nos contó Hiram Iser, de la provincia de Granma (oriente de la isla), de donde salió hace dos semanas en un vuelo a Quito.
Pero el drama de los migrantes despertó la solidaridad en medio de la pobreza de La Cruz. Iglesias evangélicas, centros comunales, aulas de escuelas y colegios están repletos de colchonetas de espuma donde duermen amontonados mujeres, hombres, niños y ancianos.
Costa Rica, que les otorgó visas de una semana, emprendió inmediatamente gestiones diplomáticas para crear un corredor humanitario que les permita transitar seguros hasta su destino norteamericano.
Pero sus esfuerzos no prosperaron. Nicaragua se mantuvo firme en su negativa. Guatemala y Belice, a los que se pidió recibirlos si eran trasladados por avión, se negaron también. Y México dijo que aceptaría dejarlos atravesar su territorio solo si ingresan por tierra. Un nudo en el mapa difícil de desenredar.
“Fue frustrante, todo el mundo está tenso. Aquí nos están tratando bien, pero tenemos la vida frenada, no podemos trabajar y tenemos que ayudar a nuestras familias que quedaron atrás”, dice el veterinario Zelín Tamayo, de 45 años, también de Camagüey, que está con su esposa Caroline de Armas y otros 300 cubanos en este albergue improvisado en el Colegio Experimental Bilingüe de La Cruz, a 20 kilómetros de la frontera con Nicaragua.
“Confiábamos en que Nicaragua nos dejaría pasar, hay una relación histórica entre Cuba y Nicaragua, no esperábamos que nos trataran así”.
En el colegio cada espacio bajo techo tiene una colchoneta en el piso donde duermen los migrantes. Una batería de baños químicos y unas duchas protegidas con láminas de plástico fueron instaladas por autoridades locales para su higiene.
Allí, recogí la frustración de los peregrinos por esa seguidilla de fracasos. Pero cuando se supone que yo debía hacer las preguntas, no esperaba encontrarme que fueran ellos los más interesados en saber qué pasaba fuera de la zona fronteriza donde están confinados.
El artesano camagüeyano y otros coterráneos suyos me preguntaban ansiosamente si disponía de alguna información de lo que se está haciendo para que puedan seguir su camino.
Me vi en un dilema: por un lado quería poder transmitirles un mensaje de tranquilidad, pero al mismo tiempo temía crear falsas expectativas entre esta gente ansiosa por recibir alguna buena noticia.