La tragedia de los estudiantes de Iguala contó con el mando directo del Ejército, el probable conocimiento del presidente Enrique Peña Nieto y es, ante todo, una prueba de la corrupta red del poder en México, dijo en entrevista con Efe el periodista Francisco Cruz.
A través del asesinato de uno de los estudiantes, Julio César Mondragón, aquella fatídica noche en que murieron seis personas y desaparecieron 43 jóvenes, “La Guerra que nos ocultan” (Planeta) tira de muchos hilos hasta lograr en una minuciosa (e incómoda para muchos) investigación, conjugar narcotráfico, minería y Estado.
“Hay una confabulación manejada desde el Ejército pero planteada desde el Estado”, aseveró Cruz, autor del libro junto con Félix Santana y Miguel Ángel Alvarado.
Los padres de los 43 desaparecidos el 26 de septiembre de 2014 en Iguala siempre han pedido poder investigar al 27 Batallón del Ejército, asentado en ese municipio del sureño estado de Guerrero, pero la exigencia ha caído en saco roto.
En el libro, revelan la presencia de miembros del Ejército. “En voz de militares, documentamos verdaderamente” que el centro de control de seguridad de Iguala “lo controlaban militares encubiertos”, explicó el periodista.
“En el operativo (contra los estudiantes) había encapuchados que no sabemos si eran policías, si eran narcos o si eran militares, pero eran dirigidos por una persona y se movían como militares”, agregó.
La orden de aplacar este movimiento estudiantil, no obstante, pudo venir desde más arriba. “En este país es difícil, si no imposible, que el presidente no estuviera enterado, pero con Peña Nieto todo puede pasar”, esgrimió Miguel Ángel Alvarado.
La tragedia de los estudiantes de la escuela para maestros de Ayotzinapa no fue fruto de trágicas circunstancias, sino que se planificó de antemano y buscaba amedrentar a los movimientos sociales y dar vía libre al narcotráfico, que trabaja de la mano de las mineras, sostienen.
En este contexto, Cruz recordó que Ayotzinapa es “un símbolo” de resistencia, y darle una lección sirvió de mensaje para otros activistas en un país que suma “más de 400 líderes (sociales) muertos”.
Desde su punto de vista, en lugares como Guerrero, Oaxaca, Chiapas o el Estado de México, es inevitable la colaboración entre narco y minería, pues ambos usan el territorio ya sea para explotar yacimientos o para sembrar amapola o marihuana.
“Tienen que ponerse de acuerdo, protegerse. El narcotráfico controla el sindicato de los mineros. Y se convierten en paramilitares o guardias. Ganan más dinero con la minería”, apuntó Alvarado.
No suena tan descabellado cuando voces dentro de la minería han reconocido tratos con los cárteles. Es el caso de la compañía McEwen Mining, cuyo director general afirmó en 2015 en una entrevista “tener buena relación” con el crimen organizado.
Los periodistas van más allá y hablan de que este negocio multimillonario esconde todavía más aristas, como yacimientos secretos de titanio y uranio.
Es un alud de datos que toman como motor la historia de Julio César Mondragón, de 22 años, padre de una hija, “líder en formación” y el “gran olvidado” en la tragedia.
Mondragón fue hallado muerto en un camino de Iguala, sin piel en el cuello ni el rostro, severamente golpeado y sin ojos. Según las pesquisas de los autores, lo conocían e iban por él.
Según un testimonio que recabaron, cuando Mondragón fue detenido en una calle le dijeron: “Tienes una hija, ¿verdad?. Pues nunca va a conocer tu rostro”.
Las investigaciones contradicen la versión de la Comisión Nacional de los Derechos Humanos (CNDH), que afirma que la falta de piel en su cara se debió a “la fauna depredadora del lugar”.
Obtuvieron fotos del cuerpo y rostro de Julio César y se asesoraron por cirujanos. En las imágenes se aprecia que los cortes de la piel para separarla del cuerpo son uniformes. “Son cortes que la CNDH llama irregulares, cuando en realidad tienen un motivo y una dirección”, señaló Cruz.
A este inquietante dato se suma el historial de llamadas del teléfono que usó Julio César Mondragón en sus últimos días y siguió funcionando seis meses después.
Los periodistas pudieron comprobar cómo se eliminó el IMEI (código de identificación internacional) del teléfono y que, posteriormente, cambiaron el chip aunque mantuvieron el número.
Hubo varias llamadas, la mayoría de la Ciudad de México, y pudieron identificar las coordenadas. “Hay ocho que son las más sobresalientes, cuatro en las inmediaciones del Centro de Investigación y Seguridad Nacional (Cisen) y otras cuatro dentro del Campo Militar Número Uno”, dijo Alvarado.
Estos descubrimientos señalan directamente a varias instituciones del Estado y son un ataque frontal a la versión oficial del caso, según la cual los jóvenes fueron atacados por policías de Iguala que colaboraban con el cártel Guerreros Unidos, cuyos miembros los mataron y quemaron en un basurero del municipio aledaño de Cocula.
“Nos han engañado en todo, ¿por qué no nos van a engañar en esto?”, lanzaron al aire ambos periodistas, desconocedores del fin de los estudiantes.