Beatriz González Rubín
“Todo aquel que está seriamente comprometido
con el cultivo de la ciencia,
llega a convencerse de que en todas las leyes del universo,
está manifiesto un espíritu infinitamente superior al hombre,
y ante el cual, nosotros con nuestros poderes,
debemos sentirnos humildes”.
Albert Einstein
El lunes 11 de febrero, permanecerá en la memoria de muchos, el día que el Papa renunció. Y sí, el término correcto según el Código de Derecho Canónico para indicar que un papa deja de ejercer su dignidad clerical es renunciar.
Desde ese día, los periódicos, la televisión, la radio y la red se han visto inundados de declaraciones, suposiciones y aseveraciones sobre la situación. Inclusive se magnificó la noticia del rayo que cayó ese día en el Vaticano, asociando el evento con la renuncia del Pontífice, sin considerar que el pararrayos de San Pedro es el más grande de la zona y sin tomar en cuenta que en la circunscripción las tormentas eléctricas no son nada raro.
Cientos de detractores de la Iglesia Católica han aprovechado el evento para criticar y afirmar que la renuncia del Papa fue obligada o que el Pastor no pudo con la culpa.
Que fácil es hablar sin conocer, sin profundizar en los eventos y sin tomar en cuenta todas las realidades que rodean este hecho.
Joseph Aloisius Ratzinger nació el 16 de abril de 1927 en Marktl,, Baviera, Alemania. En su juventud fue obligado a entrar al ejercito y participar en la II Guerra Mundial, situación que ha favorecido que en múltiples ocasiones se le llame nazi de manera despectiva. A terminar la guerra inició y profundizó en sus estudios lo que lo llevó a ser uno de los teólogos más importantes de los últimos tiempos.
El 29 de junio de 1951 se ordenó como sacerdote y desde ese momento su tarea ha sido la iglesia y su bienestar. Participó activamente en el Concilio Vaticano II y el 25 de noviembre de 1981, Juan Pablo II nombró a Ratzinger prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe. Durante años fue el gran pensador atrás de Juan Pablo II.
Su trayectoria en la Iglesia ha sido larga, finalmente el 19 de abril de 2005, el cardenal Ratzinger fue elegido como Papa, en el segundo día del cónclave, después de cuatro rondas de votaciones, adoptando el nombre de Benedicto XVI.
El 12 de junio del 2010, como máximo responsable de la iglesia, pidió perdón por los abusos sexuales contra menores cometidos por sacerdotes, siendo ampliamente criticado tanto por gente del clero, como por miles de personas que rechazan el catolicismo. Finalmente no quedó bien con nadie.
En noviembre del 2010, por primera vez en la historia de la iglesia, Benedicto XVI admitió el uso del preservativo, en algunos casos, especialmente cuando se trate de “reducir el riesgo de infección” por VIH, sin dejar de afirmar “no es la manera correcta de hablar del doloroso tema de la infección de VIH”. También autorizó en los hospitales católicos alemanes el uso de la píldora anticonceptiva del día siguiente, en los casos de mujeres víctimas de violación.
Hace unos días, su labor fue elogiada en Israel por el rabino sefardí, Shlomo Amar, que destacó la lucha del pontífice contra el antisemitismo. Tal parece que es reconocido más por los ajenos que por los propios. Le guste a quien le guste fue un vanguardista.
Su renuncia toma por sorpresa al mundo entero, es una decisión humilde, llena de fuerza y valentía. No es fácil aceptar que los años, las presiones, el cansancio y los problemas nos han rebasado. No quiere cometer errores, teme perder la lucidez y la asertividad, situación común y no por ello menos triste, que llega con la edad.
Benedicto XVI renuncia porque ama a la iglesia, se preocupa por ella y por los miles de fieles que creemos.
Errores ha habido muchos, la iglesia en la tierra está compuesta por hombres que son falibles, pero tengo la certeza que mas allá, por arriba de ellos, está Él, que es quien finalmente vela por el mundo, por los católicos y también por aquellos que se encargan día con día en negar su existencia.