Ashraf Ghani, un economista respetado en todo el mundo y decidido a sacar a Afganistán de la pobreza, no es favorito en la elección presidencial del jueves, pero se impuso como uno de los principales rivales del presidente saliente, Hamid Karzai.
La campaña de este universitario de 60 años, que renunció a su nacionalidad estadounidense para poder presentarse en los comicios, promete a los afganos “un nuevo comienzo”.
Ghani presenta un programa para los próximos 20 años, destinado a reactivar la economía de uno de los países más pobres del mundo y a sacar a su juventud de las guerras que lo devastaron a lo largo de las últimas tres décadas.
El primer objetivo de Ghani: que “de aquí a dos años, el 60% de la población diga que las cosas van en la buena dirección”, explica a la AFP en su casa, al pie de una colina del oeste de Kabul.
Ashraf Ghani se impuso como uno de los principales rivales de Karzai para estos comicios presidenciales, los segundos en la historia del país después de los de 2004.
El economista va a contracorriente de la estrategia impulsada por Estados Unidos de militarizar todo y defiende una posición que combina “20% de fuerza y 80% de política y de desarrollo”, para hacer retroceder la miseria y la violencia de los islamistas talibanes.
No es un ex jefe de guerra ni un político de carrera, sino un ex ejecutivo del Banco Mundial, doctor de la prestigiosa universidad neoyorquina de Columbia, ministro de Finanzas de Karzai de 2002 a 2004.
Ghani adquirió una sólida reputación internacional de eficacia y seriedad, pero en su propio país es poco conocido. Karzai, instalado en el Gobierno tras la intervención militar liderada por Estados Unidos a fines de 2001, no lo conservó en su gabinete después de la elección presidencial de 2004.
Su credo: luchar contra la desocupación, a la considera como “un motor esencial” de la rebelión. Para muchos afganos, un “talibán” es ante todo “un joven desocupado”, subraya.
Su plan: “dividir al país en siete zonas económicas” y concentrar el desarrollo en “ocho provincias modelo” antes de extender el esquema a las otras 26 provincias. Y construir “un millón de nuevas viviendas”, crear “un millón de empleos”, “desarrollar la agricultura”, etc.
El dinero no es un problema, subraya, porque Afganistán está “inundado por centenares de millones de dólares” de ayuda internacional. El problema depende más bien de la gestión de los fondos, 70% de los cuales es derrochado por problemas de corrupción e ineficacia, explica.
De su crítica no se salva el presidente saliente, favorito en las elecciones a pesar de un balance considerado mitigado, por no decir desastroso.
Y su sentencia es clara: Karzai comprende tan poco los problemas de su país, que resulta “irrisorio”, dice.
“En ningún caso el presidente mostró su capacidad para gobernar. No ha hecho nada que pueda justificar su permanencia cinco años más”, afirma.
Tampoco se salvan de las críticas los que apoyan a Karzai o sus compañeros de lista, entre ellos algunos ex jefes de guerra muy controvertidos, principalmente por su implicación en la sangrienta guerra civil de la década de los noventa.
De etnia pashtún como Karzai, Ashraf Ghani eligió, como él, a compañeros de lista de las minorías tayik o hazara, pero menos conocidos. “Por supuesto, ¡ya que nunca conocieron ningún crimen de lesa humanidad!”, se burla Ghani.
Ante un Gobierno símbolo “de corrupción, de violación de los derechos humanos, de perpetuación de la violencia y de derroche de los fondos públicos”, Ghani quiere ser portavoz de los “nuevos afganos”, aquellos que no tienen sangre en las manos y cuyas “esperanzas” fueron “profundamente defraudadas” por Karzai
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