La gente que vive en la ciudad natal del capo Joaquín El Chapo Guzmán ha escuchado historias acerca de su presunta benevolencia: regalos de medicinas para los pobres, envíos de agua potable a poblados afectados por tormentas.
Pero encontrar a alguien que realmente haya recibido o incluso visto un obsequio así es otra cuestión.
En Badiraguato, la pequeña ciudad en las montañas que forma parte de la mitología de Guzmán de haber alcanzado la riqueza a través del crimen luego de nacer pobre, ninguna de las dos decenas de personas entrevistadas pudo mencionar alguna evidencia de su generosidad.
“Es un mito que han creado, que algún narcotraficante de aquí haya invertido en Badiraguato”, dijo el alcalde Mario Valenzuela. “Yo no veo un edificio que está produciendo empleo; yo no veo una obra pública, una cancha, un techumbre, un drenaje, una escuela, un sistema de agua potable, una casa de salud o un hospital que ustedes puedan decir que fue construido con dinero del narcotráfico o con recursos de ellos”.
Si Joaquín El Chapo Guzmán o su cártel hubieran invertido en sus comunidades, señaló, “tendrían otra cara, tendrían pavimento, drenajes, pero no lo tienen, y no lo tienen porque es un mito lo que han creado de este apoyo social”.
La fuga de Joaquín El Chapo Guzmán el 11 de julio de una cárcel de alta seguridad cerca de la Ciudad de México ha vuelto a generar atención sobre Badiraguato, la cabecera de un municipio que incluye la aldea de La Tuna, donde aún vive la madre de “El Chapo”.
Los caminos que llevan a La Tuna siguen siendo de tierra y el mismo Badiraguato carece de señales de dinero, como los concesionarios de automóviles de lujo, los mausoleos palaciegos, los conjuntos cerrados de viviendas nuevas de acceso restringido, o decenas de cambistas callejeros con dólares baratos, y que son tan obvios y comunes en Culiacán, la capital del estado ubicada a hora y media de distancia.
Los grandes proyectos de Badiraguato incluyen un nuevo balcón para el palacio municipal que da a la tranquila plaza dominada por una iglesia del siglo XIX, en la que los habitantes buscan guarecerse del duro sol de Sinaloa.
Incrustado en las pequeñas colinas donde los tramos costeros de campos de maíz y tomate se unen a las imponentes montañas de la Sierra Madre, Badiraguato sigue sumido en la pobreza. Valenzuela reconoce que muchos de los habitantes del municipio se ganan la vida cultivando marihuana o amapola.
A lo largo de partes de México, en especial en el estado que da nombre al cártel de Sinaloa encabezado por Joaquín El Chapo Guzmán, la noticia de su fuga fue recibida más con admiración que con miedo para los que lo ven como un héroe popular.
Haya o no evidencia de sus regalos, para algunos el capo es un Robin Hood de quien se dice comparte su riqueza con los pobres y tiene cuidado en no afectar a inocentes cuando efectúa sus letales ajustes de cuentas.
Muchos de los que viven en áreas dominadas por el cártel más poderoso de México creen que se trata de un mal menor. Las autoridades podrían acusar al notorio capo de cientos de asesinatos, pero para Valenzuela, Guzmán “no es violento -es mi punto de vista-, no enfrenta el gobierno a balazos, no enfrenta al gobierno de esa manera, por eso es un hombre inteligente en sus negocios”.
Eso es distinto a la reputación del cártel Jalisco Nueva Generación que opera más al sur, el que presuntamente derribó un helicóptero militar el pasado primero de mayo con un misil impulsado por cohete. O Los Zetas, que han azuzado su notoriedad con lúgubres decapitaciones y cadáveres que cuelgan de las carreteras. O Guerreros Unidos, el cártel que presuntamente desapareció a 43 estudiantes a fines del año pasado.
Pero Badiraguato no es inmune a la violencia. El municipio de 30.000 habitantes suele reportar una tasa de homicidios al menos cinco veces superior a la del promedio nacional. Y aunque la población de Sinaloa es menor que la de otros 13 estados y el Distrito Federal, constantemente está entre los cinco o seis estados con más asesinatos.
En lo que va del año ha habido más homicidios aquí que en Michoacán o Tamaulipas, dos estados que suelen aparecer en los encabezados por noticias de enfrentamientos entre cárteles, justicia a manos de las llamadas “autodefensas”, decapitaciones y tiroteos a plena luz del día.
Pero también hay una creencia generalizada de que la violencia en Sinaloa está más dirigida a ciertos blancos, con menos probabilidades de extenderse fuera del mundo del narcotráfico.
Gabriel, un ingeniero civil, regresó recientemente a su casa en Culiacán tras pasar año y medio trabajando en proyectos de caminos en el estado central de Zacatecas, el cual es controlado por Los Zetas, el cártel más sanguinario de México. Allá, dijo, hombres armados lo obligaron a detenerse cuando iba en su automóvil y le exigieron que pagara una cuota por protección o se fuera de allí.
“Ellos sí son peores. Son indiscriminados, matan a siete para llegar a uno, llegan y matan a todos”, afirmó. Sin embargo, en Sinaloa “sí había cierto respeto”, aunque “no sé si todavía”.
De todas formas, este hombre de poco más de 30 años no proporcionó su apellido por temor a sufrir represalias.
La mitología que rodea a Joaquín El Chapo Guzmán es la de una versión de Hollywood de un mafioso de la vieja escuela, un capo implacable pero al mismo tiempo honorable que hizo su fortuna tras crecer como hijo de un agricultor sin dinero.
Sin embargo, a pesar de sus raíces humildes, Joaquín El Chapo Guzmán no es querido entre las familias de agricultores pobres a las que el cártel ha obligado a desplazarse. En los últimos cinco años cientos de familias han huido de su municipio montañoso de Sinaloa de Leyva, impulsadas ya sea por el miedo o por las amenazas.
Decenas de familias salieron del poblado de Ocurahui después de que narcotraficantes, en especial el cártel de Sinaloa, presionaron a los agricultores locales para que plantaran amapola con el fin de contrarrestar la caída de los precios de la marihuana. Los habitantes que no querían sembrar cultivos de narcóticos enfrentaban secuestros o incluso la muerte. Muchos de ellos pasan muchos apuros para sobrevivir como refugiados sin vivienda ni empleo en las afueras de las ciudades sinaloenses de Surutato, Guamúchil y Culiacán.
“Salimos con lo que alcanzamos a agarrar con las manos y lo que llevamos puesto”, dijo Mauro Díaz, de 20 años, un habitante de Ocurahui que vive en una de media decena de casas de bloques de hormigón abandonadas en las afueras de Guamúchil, la cual ocupó sin permiso.
Díaz se gana la vida a duras penas como asistente de albañil mientras duerme con su novia en una habitación vacía que tiene un colchón en el piso y goteras en el techo. En gran medida ha perdido la esperanza de regresar a las colinas cubiertas de pinos donde está su pueblo.
“¿Para qué regresar? ¿Para meterse en problemas, si al poco rato va a ser igual y nos vuelven a sacar?”, preguntó.
Aun así, la imagen de Guzmán como un hombre tranquilo y benévolo prevalece en su estado natal.
“Es muy bueno, porque ha ayudado a mucha gente”, dijo Lucero Uriarte, una alumna de secundaria en Badiraguato. “Más que todo a los pobres, porque él sabe lo que han vivido”.