Un coche viejo y desvencijado cruzaba las calles de Iguala Guerrero y desde el altavoz en el techo se escuchaban los titulares del diario vespertino: “Otro ejecutado, otro ejecutado”.
Pero a muchos de sus residentes el escandaloso titular no les sorprende.
Este tipo de noticias ya eran parte de la vida cotidiana de Iguala Guerrero incluso antes de que la policía hiciera desaparecer de las calles de esta ciudad a 43 estudiantes de magisterio en septiembre pasado. Y cinco meses después lo siguen siendo pese a que 600 policías federales y mil soldados enviados para reemplazar a la policía local pues no han sido capaces de impedir los asesinatos o los secuestros en la ciudad.
En apenas una semana, a finales de febrero y principios de marzo, al menos 19 personas murieron asesinadas en la ciudad de unos 140.000 habitantes. La mayoría cayeron por las balas de los sicarios que se mueven de a dos por motocicleta.
Y si la violencia continúa es porque el negocio más lucrativo de Iguala Guerrero, el tráfico de opio, no disminuye.
La ciudad se encuentra en una planicie a medio camino entre ciudad de México y Acapulco, en el sureño estado de Guerrero, rodeada de montañas repletas de cultivos de amapola. De los valles entre esas montañas salen infinidad de caminos que confluyen necesariamente en Iguala Guerrero, que es una especie de nodo de comunicaciones que canaliza el comercio en dirección norte, siempre al norte, hacia Estados Unidos.
Una investigación federal estadounidense descubrió que vendedores de heroína en Chicago habían realizado llamadas desde sus teléfonos a teléfonos de Iguala.
“Iguala Guerrero es la ruta, algo que no ha cambiado ni cambiará”, dijo Marina Hernandez de la Garza, concejal del municipio. “Los malos no se han ido. Ahí siguen”.
Varios grupos de narcos combaten por el control de esas rutas y las jugosas utilidades que generan. En los meses anteriores a la desaparición de los 43 estudiantes, el cartel que controla la ciudad, “Guerreros Unidos”, trabajaba hombro a hombro con la policía para mantener retenes de control a las entradas de la ciudad. Su objetivo era vigilar que no se infiltrasen miembros del grupo rival, “Los Rojos”.
Un número indeterminado de personas desapareció porque en esos controles se les bajaba de los autobuses en los que viajaban y no se volvía a saber de ellas.
Aunque nadie ha sido capaz de vincular la desaparición de los 43 estudiantes directamente con el tráfico de opio, fue ese comercio el que permitió crear la atmósfera de muerte, de sospechas y de violencia con la que se encontraron los jóvenes el 26 de septiembre cuando ingresaron a la ciudad a pedir dinero y a apropiarse de autobuses con los que querían viajar a una manifestación en la capital.
“Tuvieron que desaparecer 43 personas para que se prestase atención a lo que pasaba en Iguala Guerrero”, dijo Cesar Miguel Peñaloza Santana, alcalde de Cocula, el lugar donde se supone que fueron asesinados los estudiantes. “No se hablaría de este problema si eso no hubiese pasado”.
Casi la mitad de la heroína que llega a Estados Unidos se produce en México, una cifra que ha aumentado del 39% que se supone se producía en el país en 2008. Es casi la misma cantidad de heroína que la producida por América del Sur, que un día predominaba en el mercado, según un estudio de la Agencia Antidroga estadounidense (DEA). Y la mayoría del opio mexicano, que termina procesado en heroína, proviene de Guerrero.
El tráfico de drogas ha contribuido, además, a que Guerrero sea uno de los estados más violentos de México. En 2014, se registraron 1.268 asesinatos, una tasa de 37,3 por cada 100.000 habitantes, la más alta del país.
Aunque Guerreros Unidos controla a Iguala Guerrero, sus competidores más directos, Los Rojos, controlan el territorio que se extiende en dirección sur hasta la capital del estado, Chilpancingo. Las autoridades federales han dicho que los miembros de Guerreros Unidos, que han sido detenidos, les contaron que se les ordenó atacar a los 43 estudiantes porque creyeron que entre ellos había miembros de Los Rojos.
Los investigadores creen que si la policía municipal de Iguala Guerrero entregó a los estudiantes a Guerreros Unidos, que los asesinaron y quemaron sus cuerpos, fue por orden del ex alcalde de la ciudad, José Luis Abarca.
En esta investigación hay más de cien detenidos, 44 policías y 17 presuntos narcos, así como el ex alcalde y su esposa, María de los Ángeles Pineda, que tiene vínculos familiares con Guerreros Unidos.
Jorge Chabat, un experto mexicano en temas de seguridad, dice que para poder enfrentarse el problema del narcotráfico en el estado hará falta muchas detenciones más.
“Sin reformas más profundas, sin el fin de la impunidad, sin reforzar el estado de derecho, poco va a pasar pese a la presencia federal”, dijo Chabat. “Aunque capturen a algunos, la organización se mantiene”.
En las semanas previas a la desaparición de los estudiantes, los habitantes de Iguala Guerrero recuerdan que se vivieron intensos enfrentamientos.
En agosto, hombres armados bloquearon la autopista que va de Iguala a Chilpancingo. Cuando las autoridades lograron reabrirla se encontraron con 200 cartuchos percutidos y un cuerpo decapitado.
La policía de Iguala Guerrero, leal a Guerreros Unidos, mantenía puestos de control para filtrar la entrada de Los Rojos. Varios vecinos que no se atreven a revelar sus identidades, cuentan que la policía detenía coches y autobuses y se llevaba a gente de la que no volvía a saberse nada.
Después de la desaparición de los estudiantes, algunos parientes y activistas recorrieron las montañas cercanas a la ciudad y se encontraron con una fosa común tras otra. En ellas fueron arrojados decenas de cuerpos víctimas del conflicto entre los carteles. Desde octubre, familiares de alrededor de 380 desaparecidos han registrado a sus deudos como tales.
Fuera del conflicto con Los Rojos al sur, Guerreros Unidos combaten contra La Familia en el flanco oeste. El mes pasado, miembros de esa organización secuestraron a 18 personas en un autobús que recorría la carretera entre las poblaciones de Cocula y Nuevo Balsas, controlada por La Familia.
La presencia federal y los controles militares han aplacado la situación en Cocula. Pero el alcalde está convencido de que la violencia aumentará de nuevo en cuanto los federales se vayan. Los agujeros de balas en las paredes de su despacho demuestran que él sabe de qué habla.
“Desafortunadamente no hay soldados suficientes para todo el país”, dijo.
En Iguala, que una vez tuvo una vida nocturna vibrante, las calles se quedan desiertas al caer la noche. Durante el día, una de las concejales se desplaza con dos escoltas armados y los vendedores de droga en moto se mueven de a dos en cada moto y en grupos de cuatro o cinco motos, dando vueltas al parque central.
Los habitantes de la ciudad están acostumbrados a llamadas y mensajes de texto para avisar de que han llegado a su casa sanos y salvos. Una mujer cuenta que sus padres le piden que cuando llegue a casa, los llame y encienda la televisión como prueba de que, de verdad, está en casa. Cada vez que corre el rumor de un nuevo tiroteo, esas llamadas y mensajes pululan por los teléfonos.
Algunos creen que el origen del problema radica en que la mafia se metió en la política y que los políticos se metieron en la mafia.
Antes “se dejaba pasar (la droga) y ellos dejaban a la población en paz”, dijo un funcionario electo de la municipalidad que no puede dar su nombre por miedo a represalias. “El problema es cuando la mafia entera en política y ya no hay orden ni respeto”.
Sofía Mendoza Martinez, concejal de Iguala, dijo que no había una línea divisoria entre políticos y crimen organizado durante la época de Abarca. Su marido, un activista campesino, murió asesinado en 2013 tras un enfrentamiento con el alcalde, que está detenido y a quien se le acusa de ese asesinato.
Cree que para el gobierno es fácil echarle toda la culpa al crimen organizado, pero el crimen organizado recibe órdenes de los políticos.
Mendoza no se separa de sus dos escoltas, que son policías estatales.
“Los federales se irán y nosotros nos quedamos aquí”.