Ambas eran adolescentes y pasaban la Semana Santa en Manaos, la capital del estado brasileño de Amazonas, separadas por apenas 20 kilómetros.
Quizás se habían visto alguna vez, quizás no. Pero el destino les tenía guardado un idéntico y trágico final: sus vidas se apagaron bruscamente en un lapso de 24 horas y junto a sus cadáveres hallaron un puñado de pulseras de colores arrancadas a la fuerza de sus muñecas.
De la primera muerte, ocurrida en la noche del Viernes Santo, sólo han trascendido detalles con cuentagotas.
El cuerpo de la joven fue descubierto en medio de una calle del barrio de Valparaíso, en la zona este de Manaos, con dos brazaletes rotos a su lado.
La madrugada siguiente, en el sur de la ciudad, la otra adolescente corrió la misma suerte.
Acompañada de un hombre y aparentemente ebria o drogada, consiguió despistar al recepcionista de un motel para colarse a toda prisa en una de las habitaciones.
A los pocos minutos, el desconocido abandonó el lugar asegurando que la chica de 14 años había intentado robarle.
Ya era demasiado tarde para salvarla cuando las camareras la encontraron: la menor tenía hematomas en el cuello y otras seis pulseras partidas junto a ella.
Las mismas que su padre le tenía prohibido usar.Y no le faltaban motivos para sospechar de los aros que lucía su hija hasta la misma noche de su muerte.
En el estado de Paraná, al otro extremo del país, un juez acababa de prohibir su venta y uso por menores después de que un grupo violara a una niña de 13 años que también portaba otra de esas coloridas pulseras de silicona.
Pero ¿qué pasa con la dichosa prenda?
Considerada por muchos -si no la mayoría- como un adorno inocente, también hay quienes ven tras ella un provocador juego de intercambios sexuales.
La moda, surgida años atrás en Reino Unido y aterrizada hace sólo unos meses en los colegios brasileños, gira en torno a un mecanismo que no podría ser más simple y enrevesado a la vez.
Llevar uno de los brazaletes es sinónimo de querer mantener algún tipo de contacto con quien consiga romperlo.
Y la profundidad, en ciertos casos literal, de esa relación viene marcada por el color de la pulsera.
Desde el tímido amarillo -sólo abrazos- hasta el desinhibido negro -sexo completo- existe toda una gama de ‘premios’: el violeta implica un beso con lengua, el rosa permite recrearse con los pechos de la chica y el azul garantiza una descarga de placer oral.
Un juego erótico como otro cualquiera… hasta que las ‘pulseiras do sexo’ caen en manos de niñas que las visten sólo porque van a juego con sus faldas o sus zapatos, ignorando o despreciando el doble significado al tiempo que otros jóvenes malintencionados intentan sacar provecho de la excusa.
“Vas a tener que pagar, vas a tener que pagar”, le decían a la niña de 13 años los cuatro chavales que le arrancaron su pulsera del brazo mientras esperaba el autobús a la salida del colegio en Londrina (Paraná).
Aquella tarde del 14 de marzo no ocurrió nada, pero al día siguiente los asaltantes volvieron al mismo lugar para llevarla hasta la casa de uno de ellos y exigirle el ‘cobro’ por la vía de la fuerza.
“No hay duda de que (la violación) ocurrió por el uso de la pulsera. Ni estudiaban en el mismo colegio ni vivían en el mismo barrio. No se conocían”, explicó entonces el comisario de policía Willian Soares.
Los brazaletes de colores, que pueden comprarse a decenas por sólo dos reales (unos 20 pesos), ya se han ganado sin quererlo los recelos de padres y profesores