En ésta semana de muertos y espÃritus les dejo un cuentoâ?¦
EL Ã?NICO HEREDERO
Beatriz González RubÃn
No estoy segura de que los hechos hayan sucedido asÃ. Mi abuela me narró la historia y la cuento tal como la recuerdo, de esto, han pasado muchos años, más de los que tengo.
Don Archibaldo Villafuerte, un rico hacendado, era dueño de gran parte de las plantaciones de café del lugar, un ser oscuro y extraño, estuvo enfermo los últimos quince años de su vida. Su mal lo obligó a permanecer en la penumbra, no permitÃa que la luz del sol siquiera lo rozara. Desde su lecho daba instrucciones a sus capataces para que sus cafetos siguieran creciendo.
Amasó una inmensa fortuna. Su familia anhelaba, a diario, que muriera para poder heredar. Sus parientes eran pocos: tres sobrinos, dos hombres y una mujer. Además de un siervo fiel que le dedicó gran parte de su vida.
El dÃa que murió, se encontró entre sus manos un sobre lacrado, iba dirigido al notario del lugar, un tal Licenciado Román.
Los deudos, entregaron el sobre al destinatario; era un testamento ológrafo: escrito de puño y letra de Don Archibaldo. El notario reunió a la familia para dar lectura a la última voluntad del anciano, pero habÃa que cumplir con ciertos ” caprichos “: se abrirÃa en la presencia de los sobrinos y el criado, en luna llena empezando justo a las doce de la noche, en punto.
Les pareció una burla, pero estaban acostumbrados tanto a sus excentricidades como a doblegarse ante su férrea voluntad. Era la única alternativa para recibir lo que, después de haber aguantado tanto tiempo ya les pertenecÃa.
Una noche de plenilunio, en febrero, justo en la época de la cosecha del café, se reunió toda la familia en la vieja hacienda de Don Archibaldo. En la penumbra, la luz de las velas llenaba el lugar creando una atmósfera fantasmagórica. Sentados en la inmensa biblioteca, esperaban. A lo lejos las campanas de la iglesia anunciaban que la hora habÃa llegado.
Los futuros herederos se miraban unos a otros con desconfianza. Todos querÃan el dominio absoluto de los cafetales y los bienes, ninguno, incluyendo al fiel criado, se conformarÃa con una parte. La voz profunda del notario se mimetizaba con el ambiente:
â??Yo, Archibaldo Villafuerte, en pleno uso de mis facultades escribo mi legado para que se cumpla fielmente. Esta es mi última voluntad y quiero que se respete. Yo sé que mis sobrinos José Manuel, Antonio y Arcadia, lo mismo que Eustaquio, mi criado, permanecieron a mà lado hasta el final, con la esperanza de ser el ” elegidoâ?. Todos y cada uno, han rogado por ello.
Estarán escuchando estas palabras cuando yo haya partido y la última cosecha del café este lista pero, no habrá manera de cambiar mi deseo: nombro como heredero universal de todos mis bienes al único amigo verdadero que tuve en vida: El Diablo”.
El silencio se apoderó de los presentes. Se miraban incrédulos y a lo lejos, un relámpago iluminó la oscuridad de la noche. Como un aviso del más allá: el heredero agradecÃa el legado.
Un estremecimiento recorrió el cuerpo del notario. Arcadia fue la primera en atreverse a romper el silencio. De su expresión completamente transformada por el odio, desapareció la dulce belleza que la caracterizaba para dar paso a una llena de ira y resentimiento.
Los hermanos comenzaron a pelear, mostrándose tal cual eran.
Olvidaban la aparente dedicación y devoción hacia el tÃo. El único que no hablaba y que miraba a todos con una leve sonrisa, era Eustaquio, quien salió lentamente de la biblioteca, dejando tras de sà un murmullo.
El notario se despidió de los deudos que estaban furiosos contra el finado y contra ellos mismos. Sin hablar se retiraron a sus habitaciones. La mañana traerÃa claridad para encontrar una solución.
A solas, buscaban la manera de quedarse con la fortuna del viejo y no estaban dispuestos a renunciar a un solo centavo, aunque para ello, fuera necesario deshacerse de los demás.
La mañana llegó acompañada de una pertinaz lluvia, hacia frÃo. Los tres hermanos se reunieron en el comedor. Se miraban con recelo, y las pocas palabras que salÃan de su boca iban cargadas de odio.
Al no encontrar dispuesto el desayuno, su enojo creció y las voces subieron de volumen llamando al viejo Eustaquio. Lo único que habÃa sobre la mesa era una humeante jarra de café que era testigo de la tragedia.
Después de unos cuantos minutos, se dirigieron al cuarto del criado. Lo encontraron muerto. La desconfianza los agobiaba. Eustaquio habÃa muerto a manos de uno de ellos y siendo asÃ, los otros dos correrÃan la misma suerte.
Era necesario llamar a la autoridad. Antonio se ofreció, irÃa a caballo y regresarÃa más tarde. La hacienda se encontraba retirada del pueblo. Los otros dos hermanos quedaron solos, sin hablar. TenÃan miedo. José Manuel tomó una pistola, la cargó y se la guardó en el cinto. Arcadia, sola en la biblioteca, buscaba olvidar su miedo distrayéndose con un libro.
Antonio no regresaba. La muchacha abandonó la biblioteca y salió de la casa pues los nervios la traicionaban. Recordó que los caballos no habÃan comido. Se dirigió al establo, y ahÃ, en el centro del mismo, el cuerpo de Antonio colgaba de una viga. Los gritos atrajeron la atención de José Manuel, quien salió corriendo a encontrarse con su hermana.
Después de bajar el cuerpo lo llevaron dentro de la casa. La mujer que no paraba de llorar, se fue a su cuarto.
José Manuel montó uno de los caballos para ir a buscar ayuda. Jamás regresó, dÃas después lo encontraron entre los cafetales, parecÃa haberse golpeado contra una rama.
La ayuda llegó por la tarde, cuando en el pueblo alguien vio humo en la hacienda. Todo se quemó, incluyendo a Arcadia. Nunca supieron porqué la puerta estaba cerrada por fuera.
De la herencia nunca más se habló, hay cosas que es mejor no recordar. Pero, como decÃa mi abuela, en cuestión de herencias, el diablo nunca pierde.
Me encantó Cruelita!!!! 🙂
Bu!!! Qué miedo!!!
Besos,
Fabs