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Entre los garífunas hablan una lengua de origen arahuaco y le cantan a sus ancestros en ceremonias llamadas “chugu”. Con su piel negra y sus cabellos rizados, pocos se dan cuenta de que son centroamericanos.
Oriundos de Guatemala, Belice, Nicaragua y Honduras, los garífunas son un fenómeno único entre los inmigrantes latinoamericanos: no terminan de insertarse entre los hispanos por su cultura y por su aspecto afroamericano y tampoco encajan en la comunidad afroamericana porque hablan español, además de su propia lengua indígena.
“No estás ni en un lado ni en el otro”, dice Pablo Gómez, quien llegó a Estados Unidos ilegalmente desde Honduras en 1982 y no ha resuelto su situación migratoria. “Con el hispano… hay un espacio que no te da. En los espacios latinos no pintamos como latinos”.
Al mezclarse poco con los hispanos, no aprovechan las redes de apoyo con que cuenta esa comunidad para quienes están en el país ilegalmente o necesitan algún tipo de ayuda. Librados a su suerte, han formado una enorme comunidad en Nueva York, concentrada mayormente en el Bronx, que según activistas como Mirtha Colón tendría ya los 200.000 miembros, aunque el censo estadounidense no los cuantifica.
Brownsville en Brooklyn, el sur del Bronx y zonas de Harlem son algunos de los barrios donde se agrupan. Viven en calles con pequeños negocios, donde la gente se conoce, y los ancianos se sientan en sillas en la acera para observar el ambiente, alejados del bullicio y la ostentación de las grandes avenidas de Manhattan.
Largas filas de personas se forman cada semana frente a la Spanish Evangelical Church, al sur del Bronx, para recibir la comida que la iglesia entrega. Allí el reverendo dominicano Danilo Lachapel ha ayudado a garífunas recién llegados.
“No estamos acostumbrados a solicitar servicios”, afirmó Carla García, una garífuna hondureña que hace tres años que vive en Nueva York. “El garífuna ha mantenido un orgullo porque siempre se ha autosostenido. Cuesta que nos acoplemos a este tipo de vida, en Estados Unidos”.
“Es una forma de resistencia cultural, para poder mantener la cultura lo más intacta posible”, explicó.
Otros dicen que se aíslan porque arrastran una historia de discriminación y abusos.
Los garífunas vienen de países centroamericanos azotados por la pobreza y la violencia de las pandillas y el narcotráfico, donde no ocupan puestos en los gobiernos y son una comunidad postergada.
La comunidad garífuna del Bronx cobró notoriedad hace un año, cuando unas 250 mujeres garífuna hondureñas llegaron al condado con sus hijos pequeños tras haber cruzado la frontera ilegalmente. Las autoridades estadounidenses les colocaron grilletes en los tobillos para monitorear su ubicación. El grupo vivió temporalmente en apartamentos de familiares y conocidos, casi sin dinero para alimentar a sus hijos o comprar ropa para protegerse del invierno.
“No sabía que esto sería así. A veces hasta tengo ganas de volverme”, comenta Yosly Norales, quien ingresó a Estados Unidos ilegalmente a pie con una hija de seis años y un hijo de ocho, tras haber dejado a otras tres hijas en Honduras.
La situación de pobreza y la dificultad de salir adelante debido a su situación migratoria irregular en una ciudad donde un plato de comida puede costar lo que gana un hondureño humilde en varios días sume a los recién llegados en la tristeza. Algunas de las mujeres garífuna que llegaron el año pasado, a las que ya han sacado el grillete del tobillo, limpian casas o cuidan de niños para sobrevivir.
Los garífuna que llevan años en el país ya están más asentados. Muchos de los hombres se encargan del mantenimiento o limpieza de edificios mientras que las mujeres cuidan de ancianos o personas enfermas, explicó Colón.
En Honduras se quejan de falta de oportunidades económicas y de haber sido discriminados por las autoridades.
La Comisión Interamericana de los Derechos Humanos ha denunciado casos de supuesto despojo de territorio garífuna por parte de autoridades públicas. Los casos, referentes a garífunas de Triunfo de la Cruz y Punta Piedra, han sido presentados a la Corte Interamericana de Derechos Humanos, que ha mantenido audiencias sobre el asunto pero que todavía no ha emitido sentencias.
“La venta de tierras comunitarias por parte de autoridades estatales constituyó una afectación del territorio ancestral y dio lugar a presiones, amenazas, e incluso el asesinato y detención de líderes, lideresas y autoridades comunitarias”, declaró la comisión en el 2013. “Asimismo, la comunidad no cuenta con un título de propiedad sobre su territorio ancestral que sea idóneo y culturalmente adecuado y el acceso a algunas áreas del territorio ancestral ha sido restringido por la creación de áreas protegidas, todo lo cual ha generado obstáculos en el mantenimiento de su modo tradicional de vida”.
Al despojo de tierras se suma la violencia cotidiana del narcotráfico y las pandillas, que hacen de Honduras el país más violento del mundo, con una tasa de homicidios de 90,4 por cada 100.000 habitantes, según un informe de las Naciones Unidas del 2013. Los garífunas hondureños son oriundos casi todos del departamento de Atlántida, en la costa atlántica de ese país, por donde pasa más del 80% de la cocaína que ingresa a Estados Unidos proveniente de Colombia y Venezuela, según cifras del Comando Sur estadounidense, y donde las cifras de asesinatos duplican con creces la media nacional.
En el centro comunitario Yurumein del sur del Bronx grupos garífunas hondureños de la zona de Río Tinto, Bajamar o Guadalupe celebran reuniones, cenas con comida típica y participan en clases de lengua garífuna. A los más jóvenes se les inculca su cultura a través de competiciones como Miss Garífuna USA y cada abril la comunidad celebra con danzas típicas la llegada del garífuna a Honduras en 1797.
Grupos no-garífunas como El Movimiento Nuevo Santuario o Mothers on the Move se movilizaron para ayudarlas, hablarles sobre sus derechos, conectarlas con abogados de inmigración y recaudar dinero para que éstas puedan hacer uso del transporte público.
Activistas comunitarias como Colón, quien llegó a Nueva York en 1969, asegura que los garífunas seguirán llegando al Bronx mientras no mejoren las cosas para ellos en sus países natales. Y de momento, seguirán conviviendo como un grupo cerrado.
“No se involucran”, dijo Colón, de 63 años y directora del centro Yurumein y del grupo Hondureños Contra el Sida, entre otros. “Se sienten cómodos entre ellos mismos”.
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