Cada vez más gente en México piensa que la llamada “guerra contra las drogas” es una guerra perdida, de que es y será siempre inútil; al mismo tiempo mucha gente está llegando a la conclusión de que una manera de acabar con la violencia que ha generado el narcotráfico es a través de la despenalización del consumo de drogas. Eso es difícil de saber. Sin embargo, desde el gobierno escuchamos lo contrario, aunque la realidad nos muestra que la violencia generada por esta guerra es peor que antes. A pesar de la retórica gubernamental, esta estrategia no ha tenido éxito en el pasado ni lo tendrá, básicamente porque crea muchos de los problemas que dice tratar de solucionar. En otras palabras, la guerra contra las drogas no sólo es inútil, sino que también es contraproducente: las consecuencias negativas de la prohibición y de la guerra contra las drogas son mucho más perjudiciales para la sociedad de las que podría tener la despenalización. De hecho, mientras más tiempo se prologue esta guerra, peores serán las consecuencias. Todo esto, claro, requiere datos y argumentos.
Empecemos por donde mucha gente que critica la guerra contra las drogas empieza: con consideraciones económicas. En el sexenio de Calderón, la guerra contra las drogas le costó a México 320,000 millones de pesos.[1] Los miles de millones que México gasta anualmente en esta guerra están siendo despilfarrados: a pesar de los miles de narcotraficantes arrestados cada año (por ejemplo, de 2006 a 2008 fueron detenidos 33,280 narcotraficantes), de las miles de armas de todos tipos que son confiscadas (sólo un 1.35% en valor monetario de lo que constituye el negocio del narcotráfico en México) y de la cantidad de droga incautada por el gobierno federal (un 4.65%),[2] las drogas a disposición de los consumidores no han disminuido. Prueba de ello es que el precio de la droga en las calles se ha mantenido e incluso en muchos casos ha bajado (por ejemplo, el gramo de cocaína en Estados Unidos pasó de 278 a 169 dólares entre 1990 y 2010); esto sólo quiere decir que en lugar de haber disminuido la oferta, ésta se ha incrementado.
Todo esto también quiere decir que a pesar de los esfuerzos de la justicia penal, de la lucha del ejército, de la AFI y de la policía judicial federal para detener el tráfico de drogas, estos han tenido poco efecto en el precio, la disponibilidad y el consumo de drogas. El presupuesto que destina el gobierno federal al combate al narcotráfico está siendo desperdiciado en la aplicación de las leyes contra las drogas. Lo peor del caso es que el presupuesto destinado a esta guerra tiende siempre a incrementarse. Cuando aumenta el consumo de drogas, el gobierno aumenta el presupuesto para luchar contra la amenaza creciente; si el consumo disminuye, se argumenta que sería erróneo bajar los esfuerzos cuando las cosas van mejorando. Sea cual sea el escenario, el gasto estatal se mantiene o se incrementa, pero nunca disminuye
El análisis económico a favor de la despenalización de las drogas suele decirnos, no sólo que todo el dinero que se gasta en esa guerra está siendo desperdiciado, sino que la despenalización traería como consecuencia que la industria de las drogas, que ahora está en la informalidad y en la ilegalidad, ingresara al sector formal y le permitiera al Estado recaudar mucho dinero en impuestos.
Más allá de que se esté tirando el dinero destinado a la lucha contra el narcotráfico, esta guerra es inútil y no hay forma de ganarla porque, por más que se encarcele a los narcotraficantes y se les incauten armas y droga, el negocio es tan redituable, que nuevos narcotraficantes siempre cubrirán los lugares que han dejado los que han sido arrestados. Como afirmó el narcotraficante Ismael “El Mayo” Zambada, en una entrevista con Julio Scherer: “En cuanto a los capos, encerrados, muertos o extraditados, sus reemplazos ya andan por ahí”.[3] Eso es algo que todos sabemos: que si se detiene a los capos actuales de los principales cárteles, otros nuevos vendrán a cubrir sus lugares (por ejemplo, tras el encarcelamiento de Miguel Ángel Félix Gallardo en 1989, sus sobrinos, los hermanos Arellano Félix, tomaron el mando de una parte del cártel; a su vez, tras su arresto, ellos fueron sustituidos por su sobrino Luis Fernando Sánchez Arellano). También sabemos que si se descabeza a un cártel, es probable que sólo se esté beneficiando a otro.[4] Pero más que los grandes capos, es a nivel de la distribución y de la intermediación entre los cárteles y los consumidores finales donde los narcotraficantes son más que sustituibles. Como nos dice la especialista en temas de drogas, María Elena Medina-Mora:
Cuando se habla de distribución de drogas se piensa en narcotráfico y crimen organizado; sin embargo el mercado más importante ocurre en las calles a través de redes de individuos fácilmente sustituibles, organizaciones pequeñas que operan en forma descentralizada y que colocan una amplia red de intermediarios entre el individuo y el vendedor; es en este escenario en donde nuestros jóvenes tienen acceso a las drogas. Por ello, detener a un gran número de distribuidores no tiene efectos si no se reduce simultáneamente la demanda a través de programas de tratamiento y prevención.[5]
Son esos narcomenudistas los que son más fácilmente detectables, a los que se suele arrestar y los que son más fácilmente sustituibles. También son ellos los que están encargados de fomentar el consumo entre los jóvenes, o sea, son los encargados de ampliar el mercado y conseguir nuevos clientes. Como se ha afirmado repetidamente, la penalización crea a los narcotraficantes, y los narcotraficantes crean a los adictos (son muchos adictos arruinados quienes actúan como incitadores de consumo para los traficantes, y muchas veces son recompensados con regalos de droga o con créditos sobre la mercancía). Si es cierto que la penalización crea a los narcotraficantes y éstos a los adictos, entonces, mientras más tiempo continúe la penalización, más adictos se habrán creado.
La cuestión de por qué los narcotraficantes se reproducen rápidamente y de por qué son tan fácilmente sustituibles tiene que ver con que en un contexto de pobreza y de falta de oportunidades, la producción ilícita de drogas y el narcotráfico encuentran un campo muy fértil. Aun cuando las ganancias suelen ser muy desiguales en los distintos momentos de la cadena de producción y distribución de drogas, y aun cuando la corrupción merme muchísimo sus ganancias, incluso quienes menos ganan suelen ganar más. Por eso mucha gente reemplaza cultivos de productos agrícolas mal pagados por cultivos de drogas, o mejor vende drogas en la calle que vender otros productos en el mercado informal o que tener un empleo formal con sueldo mínimo. Suele haber una correlación negativa entre la producción ilícita de drogas y el desarrollo económico de un país. Si un país no le ofrece oportunidades de desarrollo económico a sus habitantes, muchos de ellos se verán obligados (aunque en muchos casos literalmente obligados por los narcotraficantes) a buscarlas en el negocio de las drogas. En México, donde cada vez más gente ve limitadas sus oportunidades de desarrollo económico, es natural que muchos estén dispuestos a aceptar tomar los riesgos que presenta el narcotráfico. Pero no sólo la pobreza y la desigualdad económica, sino también la escasez de recursos vitales, los conflictos, la degradación del medio ambiente están creando condiciones en las que los miembros más vulnerables de la sociedad suelen ser los más golpeados. Todos estos factores han llevado a mucha gente a optar por el camino de la producción o la distribución de droga. Si todo esto es cierto, entonces en el futuro veremos cómo se acrecienta este fenómeno.
Por otro lado, los esfuerzos para controlar la producción parecen también estar condenados al fracaso, por lo que se ha llamado el efecto “aprieta aquí y se hincha allá”: cuando se destruye el suministro de drogas en un lugar, éste reaparece en otro lado.[6] Cuando se mina el poder de un cártel, entonces se beneficia a otro; cuando se erradica la producción de una droga, entonces aparece una nueva.
Hasta aquí he argumentado que la guerra contra las drogas es inútil y es una guerra perdida, porque no hay forma de ganarla, básicamente porque aunque se siga encarcelando a los narcotraficantes y a quienes producen las drogas, siempre habrá gente dispuesta a cubrir los puestos vacantes. Mientras no se mejoren las condiciones económicas del país, entonces se seguirá viendo en el narcotráfico un incentivo para salir adelante.
3. Una guerra contraproducente
Ahora, una cosa es que la guerra sea inútil y otra que sea contraproducente. Se dice de algo que es contraproducente cuando tiene efectos opuestos a la intención con que se ejecuta. Quiero hacer un breve recuento de algunos de los males que la penalización y la guerra contra las drogas generan, muchos de ellos son mayores que los que causa el uso mismo de las drogas.
a) La guerra contra las drogas genera cada día más violencia
Muere más gente por violencia relacionada con el narcotráfico que por conducta antisocial relacionada con el consumo de drogas, para lo cual no hay datos, ya que éste es un fenómeno clandestino e ilegal. En todo caso, es un número muy menor, dado que la droga de mayor consumo en nuestro país es la marihuana, que es una droga que más que incitar a conducta antisocial, apacigua.
De lo que sí tenemos datos es de ejecuciones atribuidas al narcotráfico: en los tres primeros años del gobierno de Peña Nieto ha habido más de 65 mil ejecutados relacionados con la guerra al narco.[7] De seguir esta tendencia, al terminar el sexenio se habrán sobrepasado los 121 mil ejecutados del gobierno de Calderón.[8] (Quienes favorecen un análisis económico de la despenalización añadirán que el horror y lo sanguinario con que las cifras de ejecutados se anuncian diariamente amenazan las inversiones y el turismo: son muchos los empresarios que han cerrado negocios o los han mudado al extrajero.[9])
Dado que los cárteles de la droga se manejan en la ilegalidad, y dada la gran competencia que existe entre ellos para ganar el mercado, y que no tienen recursos legales para hacer cumplir sus contratos y solucionar sus diferencias, entonces se ven obligados a recurrir al uso de violencia. Esto muy probablemente no lo harían si se tratara de negocios legítimos que se manejaran en el marco de la ley. Muchos teóricos, pero también muchos ciudadanos que sufren diariamente la violencia generada por el narcotráfico, sostienen que la despenalización pondría fin a la violencia del narco. Es difícil saber exactamente qué sucedería con la despenalización, pero lo que sí sabemos es lo que está sucediendo con la prohibición y con la guerra a las drogas.
Ahora, a la violencia generada por la competencia entre cárteles de narcotraficantes hay que añadir la violencia que genera el Estado en su guerra contra los narcos. Una opinión muy extendida es que el número de muertos en esta administración ha aumentado porque el gobierno tomó una política mucho más agresiva en contra de los narcotraficantes (que incluyó extradiciones sin justificación judicial y el uso del ejército en el combate a las drogas, entre otras estrategias), generando así reacomodos de poder y de zonas de influencia, ajustes de cuentas que llevaron a más competencia y dispararon más violencia interna entre cárteles. Si esto es así, entonces mientras más combata el gobierno a los narcotraficantes, más violencia interna y más inseguridad se generará.
Por otro lado, las limitaciones que ha impuesto el gobierno al tráfico de drogas han obligado a los narcotraficantes a diversificar sus actividades, de modo que ahora abarcan 25 figuras delictivas, como secuestro, tráfico de personas, piratería, extorsiones, entre otras muchas.[10] Esto sólo ha tenido como consecuencia que los cárteles sean más violentos, dado que el mercado es cada vez más competido.
b) La guerra contra las drogas genera más corrupción
Las ganancias gigantescas que produce el narcotráfico, así como el hecho de que éste se mantenga en la ilegalidad, han hecho casi inevitable la corrupción en la policía, el ejército, el poder judicial, en muchos funcionarios públicos, pero también entre los empresarios.
Informes de inteligencia civiles y militares estiman que alrededor de 62% de los agentes policíacos del país (ya sean de corporaciones estatales, ministeriales, municipales o federales), han sido controlados por el narcotráfico, y las sumas que reciben mensualmente van de los 5 mil hasta 70 mil pesos, cantidad que depende del rango, el desempeño, el sector o la zona en que cada uno labora.[11] En 2010, la Secretaría de Seguridad Pública ha calculado en 15 mil millones de pesos la cantidad que el narcotráfico paga anualmente a policías municipales.[12] Es difícil sucumbir a la corrupción cuando se ofrecen enormes sumas de dinero, mientras por otro lado la alternativa es arriesgar la vida en esfuerzos ineficaces por parar algo que a muchos parece imparable.
Ahora, si se limpian los cuerpos policíacos, esto también puede resultar contraproducente, ya que, dado el conocimiento que los policías suelen tener del negocio del tráfico de drogas, y en muchas ocasiones, sus vinculaciones con traficantes, es relativamente sencillo para ellos pasarse al bando que antes supuestamente combatían. El ejército no se ha mantenido al margen: es difícil saber esto, pero se calcula que uno de cada tres militares o marinos desertores se van al narco[13] (de hecho, los zetas y los kaibiles son ejemplos de este fenómeno). Sin embargo, otra vez no es posible contar con información precisa sobre este fenómeno.
La corrupción, como todos sabemos, no sólo se limita a los cuerpos policíacos, sino también a los funcionarios públicos e incluso al poder judicial. El poder corruptor del narcotráfico ha llegado hasta la compra de presidentes municipales e incluso de gobernadores (como el célebre caso de Mario Villanueva en Quintana Roo) y también de jueces.
Finalmente, el narcotráfico se ha infiltrado de tal modo en la sociedad que ha pactado con muchos empresarios en operaciones de lavado de dinero o de venta de seguridad, entre otras actividades. Cada día son más los empresarios que están bajo sospecha de vínculos con el narcotráfico. Se sospecha cada vez más que algunos bancos, protegiéndose bajo el secreto bancario, sólo encubren delitos como el tráfico de drogas, armas o el lavado de dinero.
c) Se lesionan libertades civiles
En el nombre de la guerra contra las drogas se lesionan libertades y derechos civiles. En los últimos años se han pasado iniciativas de ley en las que implícitamente se nos pide que aceptemos ciertos perjuicios en nuestras garantías constitucionales y a que tengamos una confianza ciega en los cuerpos represivos del Estado, a los que cada día se les dota de más poder y de mayor discrecionalidad.
Algunas estrategias del gobierno han consistido en grabar conversaciones, en avalar el arraigo penal y la extinción de dominio. La Ley contra el Narcomenudeo, aprobada en 2010, hace más fácil que la policía pueda interrogar y detener “posibles sospechosos” (posibilitando también la criminalización de la disidencia política). Al involucrar al ejército en la lucha contra las drogas, la Comisión Nacional de Derechos Humanos recibió, de 2006 a 2016, 12 mil 408 quejas contra el Ejército por privación arbitraria de la vida, violaciones sexuales, tratos crueles y tortura, detenciones arbitrarias, robo, amenazas e intimidación.[14]
En muchas ciudades del país ha habido declaratorias tácitas de ley marcial, sobre todo en los barrios más pobres. Esto ha sucedido en ciudades como Reynosa, Ciudad Juárez y Tijuana, entre otras.
La guerra contra las drogas también ha limita la libertad de expresión, dado que el gobierno no cumple con un mínimo de protección a periodistas. Según la Federación Internacional de Periodistas, México es el segundo país más peligroso para ejercer el periodismo a nivel mundial, sólo después de Irak y Filipinas.[15]
d) La guerra contra las drogas genera más consumo
Todos los argumentos que he mencionado antes se caerían y no tendrían ningún valor si el argumento más fuerte a favor de la penalización se mantuviera, es decir, que la guerra contra las drogas efectivamente cumple su propósito: evitar que la droga llegue a la población y que se disminuya el número de consumidores y de adictos. Pero hay serias objeciones contra este argumento. Esta guerra es contraproducente precisamente porque tiene efectos opuestos a la intención con que se ejecuta. Si la intención es la de disminuir el consumo de drogas, el combate al narcotráfico parece haber generado el efecto contrario: se consume cada vez más droga en México.
Según datos de las Encuestas Nacionales de Adicciones, de 2002 a 2011 el número de personas (incluyendo niños y jóvenes) que probaron alguna droga creció al pasar de 5.0% a 7.8%, mientras que el consumo de cualquier droga ilegal se incrementó de 4.1% a 7.2%.[16]
Con todo, el gobierno destina a las campañas de prevención de adicciones sólo el 5% de lo que destina a la guerra contra el narcotráfico. El gobierno parece estar errando la dirección en la lucha contra las drogas al no prestar más atención a campañas de prevención, pero también de rehabilitación. Se debe dar prioridad al tratamiento, antes que a la penalización de los consumidores o incluso a la detención de distribuidores. Tiene razón María Elena Medina-Mora al afirmar que “detener a un gran número de distribuidores no tiene efectos si no se reduce simultáneamente la demanda a través de programas de tratamiento y prevención”.
Se pueden invocar muchos más efectos negativos que tiene la guerra contra las drogas (como que la prohibición incrementa el precio de las drogas; hace lo prohibido más apetitoso; empuja a los narcotraficantes a incrementar la variedad de drogas, creando así más drogas de diseño; mina el poder del Estado, llevándolo a aparecer como un “Estado fallido”, “narcotiza el sistema judicial”, etc.), pero sólo he querido resaltar algunos de los efectos más significativos que justifican la afirmación de que la guerra contra las drogas es una guerra inútil y contraproducente. Cada vez son más los expertos que afirman que los costos de esta guerra son insostenibles, que esta guerra es y será siempre un fracaso y que es necesario instrumentar una política diferente. Gil Kerlikowske, el zar antidrogas del gobierno de Barack Obama en 2009, declaró nulo el concepto de “guerra contra las drogas” dentro de Estados Unidos —aunque el financiamiento a la guerra contra las drogas en México, Centroamérica y Colombia siguió vigente—. Kerlikowske afirmó: “No importa cómo intente uno explicarle a la gente si es ‘una guerra contra la droga’ o ‘una guerra contra un producto’, la gente lo ve como una guerra contra ellos. No estamos en guerra contra la gente en este país”.[17] Hay razón en esto: si vemos tanto los efectos negativos que ha tenido esta guerra como efectos perjudiciales para la sociedad, la guerra contra las drogas ha terminado siendo una guerra contra la sociedad misma. Por ello, mientras más dure esta guerra, peores serán los efectos para la sociedad.
Se tiene que instrumentar una política diferente: tal vez una que empiece por despenalizar la posesión y el consumo de ciertas drogas, como la mariguana, que según se nos dice son “poco adictivas” e incluso pueden tener usos medicinales benéficos. También necesitamos que el Estado canalice muchos más esfuerzos en campañas de prevención y en tratamientos de rehabilitación de lo que lo ha hecho hasta ahora. Pero sobre todo, hay que instrumentar una política diferente que reconozca algo que no he podido desarrollar aquí: que los adultos son seres autónomos que pueden tomar sus propias decisiones en cuanto al consumo de drogas. Eso se reconoce en el consumo del alcohol y del tabaco, y sin embargo, son drogas cuyo consumo genera más problemas de salud pública y mata a mucha más gente todos los días de lo que lo hacen las llamadas drogas recreativas. Si el alcohol y el tabaco son drogas más dañinas y están permitidas y el derecho a su consumo reconocido, entonces ¿qué justificación puede dar el Estado para no reconocer ese derecho en el caso de las drogas recreativas? No reconocer este hecho es una gran incoherencia por parte del Estado; una incoherencia que tiene como consecuencia una guerra inútil y contraproducente.