Los acantilados californianos, un drama para sus moradores. Sonja Thompson vive tan cerca del borde de un acantilado de 25 metros (80 pies) junto al océano Pacífico que casi puede darle la mano a los parapentistas que pasan volando frente a su casa. Semejantes vistas del Pacífico tienen sus beneficios y también sus riesgos. Los derrumbes han hecho que decenas de personas abandonen sus viviendas y Thompson podría tener que seguirles los pasos ante la furia de las tormentas asociadas con El Niño.
El año pasado se divisaron una cantidad de ballenas y la gente que vive junto a la costa disfrutó de más de 200 vistas de delfines. Son experiencias espectaculares, que hacen que uno se sienta a miles de kilómetros de distancia de las ciudades y su smog.
“Toda la vida silvestre de la que leía en Nueva York la tengo aquí en persona”, dijo Druth McClure, quien se mudó de la costa este a un departamento sobre el mar hace 20 años.
Sin embargo, en enero algunos residentes regresaron a sus casas y se encontraron con carteles amarillos que decían “uso restringido” en sus puertas, con indicaciones de que comenzasen a empacar.
“Va a llegar el momento en que no vamos a poder vivir aquí. Estos acantilados son básicamente arena comprimida y se van a erosionar”, expresó Jackie James, quien de vez en cuando se queda con su prometido en un departamento con vista al océano que todavía es considerado seguro. “¿Qué se puede decir de la naturaleza? La suya es una marcha implacable”.
Cuando llueve fuerte, grandes olas azotan esta localidad de gente humilde, de unos 40.000 habitantes, a 16 kilómetros (10 millas) al sur de San Francisco.
Se encuentra en una de las zonas para proclives a sufrir erosiones de la costa, junto con Monterey Bay, según Patric Barnard, geólogo del U.S. Geological Survey.
Los sedimentos de las líneas divisorias que históricamente sostuvieron estas playas y protegieron los acantilados se han visto afectados por la actividad humana, como la construcción de represas, el control de inundaciones y el dragado, de acuerdo con Barnard.
El aumento del nivel de las aguas agravó el problema y se pronostica que seguirán subiendo, lo que expondrá a la costa a más oleajes y erosión, dijo.
Los acantilados de Pacífica se están cayendo a pedazos desde hace décadas, como se puede comprobar observando fotos aéreas del California Coastal Records Project.
Las consecuencias han sido graves en los últimos años. en 2010, dos construcciones de departamentos tuvieron que ser evacuados y corren peligro de ser demolidos. En enero, durante las tormentas de El Niño, residentes de otro edificio y de dos casas tuvieron también que irse. La continua erosión ha hecho que los construcciones queden inestables al borde de un acantilado de 25 metros.
“No tenemos miedo de caer. Han sido tan diligentes que nos van a decir si hay peligro inminente”, declaró Thompson, quien vive en un departamento frente al mar con su esposa Karlie. Para ellos, los beneficios de la hermosa vista pesan más que la inquietud en torno a la posible inestabilidad del complejo.
“Los parapentistas pasan tan cerca que casi podes chocar cinco con ellos”, manifestó Thompson, agregando que para las fiestas de fin de año vio pasar uno disfrazado de Papá Noel.
Varias autoridades han dicho que buscarán ayuda del gobierno a nivel estatal y federal.
Sin embargo, algunos residentes que tuvieron que dejar sus viviendas dicen que se sienten abandonados, obligados a conseguir dinero para mudarse y a buscar casas en barrios más caros de la bahía de San Francisco.
“Algunos de nosotros intentamos volver a nuestras viviendas sin permiso la primera noche y casi nos meten presos”, dijo Gordon King, veterano de Vietnam inválido de 73 años y exmarino mercante que vivía en un atestado departamento con su esposa Lana.
“Luchamos contra el tiempo”, acotó mientras empacaba sus cosas.
La Cruz Roja les dio 250 dólares, pero los hoteles de la zona cobran casi 200 dólares la noche, por lo que pensaban irse a lo de amigos mientras buscan una nueva vivienda.
Jeff Bowman se encuentra en una situación similar.
“No tengo trabajo ni adónde ir”, manifestó. Dijo que tiene 55 años y que había sido despedido por un supermercado.
“Quedarme o irme debería ser algo que decido yo en lugar de que vengan y me digan ‘te tienes que ir”’, se quejó mientras observaba una pizza fría sobre la mesa y unas latas de cerveza en la basura.
Bowman pagaba 1.200 dólares al mes por un departamento subsidiado, mucho menos de lo que tendrá que abonar en San Francisco o en otras zonas vecinas.
Cuatro meses antes de que se le dijese que se tenía que ir, Michael McHenry, de 41 años, coach de adictos en recuperación, se mudó a un departamento de un dormitorio sobre el mar.
“Voy a seguir peleando”, advirtió. “No voy a permitir que me tiren en un refugio para indigentes para que me vaya”.
Parado junto a la puerta trasera de su departamento, miró el terreno y comentó: “¿Ven esa depresión que empieza allí? Esto pronto va a ceder”.
Sabía que el departamento sería declarado inseguro algún día, pero esperaba ganar tiempo.
“Pensé que tenía un año”, dijo.