Antes de iniciar el viaje que podría llevarlo a la muerte o a la cárcel, empacó en su mochila dos camisetas, dos pantalones cortos, algunas latas de atún, maíz tostado y papas hervidas encima de cinco kilos de cocaína. En un bolsillo guardó un revólver chino calibre 38 y, en otro, un puñado de hojas de coca para el cansancio.
A sus 19 años, Mardonio Borda, con sexto grado de primaria, un español entrecortado, tenía en su mochila unos 125.000 dólares en drogas. Su propósito: salir del principal valle productor de cocaína del Perú sin ser detectado por los controles militares y policiales y con la droga a salvo. Él es uno de los cientos de quechuas que llevan drogas por caminos de herradura abiertos hace más de mil años por sus antepasados preincaicos.
En su largo recorrido a pie, Borda cruzaba cerca de Machu Picchu en un periplo que culmina en Cusco, donde entrega su carga al jefe. En este país que desplazó a Colombia como primer productor de cocaína del mundo, jóvenes como Borda parten a diario del valle de los ríos Apurímac, Ene y Mantaro, donde se produce el 60% de la cocaína peruana, en caminatas que duran entre tres y cinco días.
La mayor preocupación de los mochileros no es escalar las escarpadas montañas de Los Andes sino las bandas armadas de ladrones que acechan por los caminos y que pueden ser desde policías o militares corruptos hasta otros mochileros que roban a sus colegas a lo largo de un accidentado trayecto que puede extenderse por más de 160 kilómetros (100 millas).
“Es ganar o perder”, dice Borda. “Como jugar en el casino”.
Sacar la cocaína fuera del valle es la única forma que tienen los lugareños de ganar dinero en esta región olvidada, donde un campesino percibe menos de 10 dólares al día de salario. Es una actividad que cuesta vidas y que ha llenado las prisiones de la zona con mochileros, mientras que sus jefes evaden a la justicia.
Es un gran negocio. El gobierno estadounidense estima que Perú produce 305 toneladas métricas de cocaína al año. Alrededor de una tercera parte sale a pie de estas montañas, según expertos.
Los mochileros son mayoritariamente indígenas como Borda, que hablan quechua, oriundos de aisladas comunidades campesinas que sufrieron las peores atrocidades durante la guerra entre el gobierno y Sendero Luminoso entre 1980 y 2000. Muchos mochileros son huérfanos y algunos de ellos pertenecen a la etnia asháninka, la más grande del Amazonas.
Las tasas de pobreza en el valle son tres veces las del promedio nacional, pero los mochileros ganan entre 150 y 400 dólares por viaje, dependiendo de la carga. Los cinco kilos de pasta de cocaína que lleva Borda valen unos 3.500 dólares en Perú y 16 veces esa cifra en Estados Unidos cuando es vendida a mayoristas. Procesada, convertida en cocaína en polvo y vendida por gramos, puede generar hasta 250.000 dólares en las calles de Nueva York.
“Tienen secundaria incompleta la gran mayoría, muchos incluso no han terminado primaria”, dice Laura Barrenechea, socióloga de CEDRO, una entidad no gubernamental que el año pasado entrevistó a 33 mochileros en la prisión de máxima seguridad de Yanamilla, en Ayacucho, capital regional en esta zona montañosa del sureste del país, donde terminan en la cárcel muchos mochileros dedicados al transporte de drogas.
“No tienen conciencia de que son el primer eslabón de la cadena del narcotráfico”, añade.