Veintitrés mujeres mayores que ejercieron la prostitución han hallado cobijo en un asilo en el corazón de la capital mexicana, creado ex profeso para ellas hace seis años y donde pasan sus últimos años entre recuerdos placenteros y amargos.
“No soy buena ni mala, soy mujer” dice un letrero a la entrada de la Casa Xochiquetzal, que lleva ese nombre en honor a la diosa azteca del amor y ha sido instalada en el antiguo el Museo de la Fama (que reunía historias de célebres deportistas).
El asilo ocupa un edificio del siglo XVII, ubicado en el barrio bravo de Tepito, famoso por la venta de productos de contrabando y piratería.
Las mujeres, que para ser admitidas deben tener de 60 años en adelante, aunque hay excepcionalmente una de 51 años, tienen garantizadas las tres comidas del día y una cama, que les facilita el centro sostenido por varias agrupaciones civiles que reciben donativos privados.
El edificio, que fue otorgado en régimen de comodato por el Gobierno capitalino, cuenta con dos plantas y nueve habitaciones amplias, cada una con dos ó tres camas.
Entre estas paredes las mujeres recuerdan sus historias, su paso por la prostitución, oficio que algunas aún ejercen, ya que tienen libertad para entrar y salir.
“Empecé a trabajar como sexoservidora desde muy joven por dinero, pero también por lujuria. Trabajé en muchos lados desde La Merced hasta Mixcoac, pero siempre cuidándome y usando condón para evitar el contagio de enfermedades”, dijo Paola, a quien su amigas llaman “El Diablito”.
Paola, quien es la única en el asilo que tiene 51 años, sigue activa en el oficio más antiguo de la humanidad con solo dos clientes fijos, aunque no descarta un servicio más si es que se le presenta la oportunidad.
Además se ayuda con la venta condones en baños públicos y hoteles del centro de la ciudad, donde existe una febril actividad sexual por prostitución.
La mayoría de esas mujeres son humildes y comenzaron a retirarse cuando se vieron aquejadas por achaques de la edad o enfermedades crónicas, una de ellas tiene el virus del sida.
Marisol es una de las pocas que pudo realizar estudios pero quedó a un semestre de terminar la carrera de maestra. Eso le sirvió para desarrollar su gusto por la lectura y lee a poetas como Pablo Neruda, Amado Nervo y Sor Juana Inés de la Cruz.
Se metió a la prostitución desde adolescente para pagarse la escuela después de que su madre la corrió de casa.
Marisol declama de memoria un poema que ella escribió sobre la matanza de estudiantes en la plaza de Tlatelolco (2 de octubre de 1968) y otro que dedicó a la memoria de una de sus hijas que murió a los 19 años de leucemia.
También está “La Canela”, una mujer con síndrome de Down, que comenzó en este duro oficio de la mano de una prostituta que la recogió de la calle, pues su familia la abandonó cuando tenía seis años.
Con el pelo cano, “La Canela”, que conserva su nombre en el anonimato, considera que ya es vieja para dedicarse a la prostitución y para ayudarse en los gastos sale a vender no su cuerpo cansado sino dulces.
María de Lourdes, una mujer robusta y de rostro adusto, llegó a este refugio después de ejercer la prostitución durante más de cuarenta años, varios de los cuales estuvo casada.
“Mi marido sabía que desde antes de casarnos me dedicaba al trabajo de sexoservidora. Hace algunos años quedé viuda, seguí ejerciendo un tiempo más y después me vine a este lugar”, cuenta esta mujer sexagenaria.
En el patio de este albergue, donde hay una fuente de piedra, estas mujeres celebraron anoche una tradicional posada, una fiesta navideña en la que se recuerda el peregrinar la virgen María antes de dar a luz al “Niño Jesús”.
Tres piñatas rellenas de frutas y dulces fueron colgadas de un lazo para que cada una de estas mujeres las golpearan con un palo mientras las otras coreaban el tradicional: “Dale, dale no pierdas el tino, porque si lo pierdes, pierdes el camino”.
Al caer los frutos y dulces al piso, las mujeres se lanzaron en pos de ellos como si fueran niñas.