Uno de los mayores desafíos de la normalidad democrática es el papel que debe desempeñar el Presidente de la República en las elecciones que ocurran durante su mandato. Las presiones vienen de dos frentes: el propio, donde los correligionarios le demandan al Presidente actuar en función del interés partidista, alentado por el hecho de que un triunfo de su partido es considerado como una forma de aval a la gestión del mismo mandatario; en una elección intermedia se suma el hecho de que al contar con una mayoría en la Cámara de Diputados se facilita la negociación política para la definición del presupuesto, tema central para el gobierno.
El otro frente proviene de la oposición. Esto ocurre en un doble sentido: por una parte, el cuestionamiento sistemático al gobierno convierte al mandatario en objeto central de la campaña; por la otra, hay una pretensión de los opositores de obligarlo a una pasividad o silencio más allá de lo que establece la misma ley. Cualquier gira, actividad, alusión o mensaje, incluso la respuesta a la misma oposición, se toma como expresión de un Presidente en campaña.
Este dilema o circunstancia es válido para el Presidente y para los mandatarios estatales. El cinismo es la peor salida; la hipocresía tampoco ayuda, aunque pretende ser más benevolente. El presidente Fox inexplicablemente asumía que su obligación era proteger al país de la amenaza que representaba la oposición. Está convicción le dificultó enormemente resistir mantenerse al margen de la elección. Nada hubiese ocurrido si esto se hubiera mantenido en el ámbito de las creencias, pero llegó a las palabras y a los actos y, así, comprometió su condición de jefe de Estado; de Presidente de todos los mexicanos devino en parte en la contienda. La consecuencia de este tipo de situaciones es la polarización de la elección y el déficit de legitimidad para el ganador si es del mismo partido del Presiente; mucho más crítico si el resultado se resuelve, como ocurrió en 2006, por una mínima diferencia. Felipe Calderón pudo haber ganado sin la intervención que la sentencia del Tribunal Electoral le imputa a Vicente Fox y que posteriormente él mismo ha confesado; su triunfo hubiera tenido mayor alcance, convicción y, sobre todo, fuerza para hacer valer por sí mismo el mandato mayoritario.
Indebidamente se invoca al sistema norteamericano como un ejemplo de lo que puede hacer un presidente en tiempos de campaña. No aplica; especialmente porque allá el poder político está, de origen, efectivamente distribuido. Un presidente puede intentar reelegirse continuando en el encargo y en tal propósito, emplea las facilidades propias de su condición presidencial; aun así, puede perder la reelección como ocurrió con George Bush padre o con James Carter, sólo por hablar de casos recientes. Allá los partidos tienen una connotación claramente distinta; la elección se centra en los candidatos y la política en los funcionarios electos; esto entraña diferencias elementales con nuestro régimen político.
En la coyuntura presente hay un aspecto sumamente crítico, que es base para que los gobernadores y el Presidente extremaran prudencia: la reforma electoral de 2007 comprometió severamente al IFE en su condición de organizador de las elecciones, además, cambió la integración de su Consejo General y lo vulneró. El IFE hoy es una institución estructural y coyunturalmente más frágil que nunca, como se ha advertido en los últimos meses. Está en la línea de fuego de muchos. A nadie conviene que esta situación del IFE afecte la elección o que la elección afecte al IFE; una contienda polarizada desde la Presidencia genera una presión extraordinaria para el órgano electoral, entidad que por mandato de ley tiene la obligación de evitar tal interferencia a partir de un marco legal ambiguo, una instancia judicial que ha revertido muchas de sus decisiones y un consejo cuestionado por los medios y los propios partidos, en especial, cuando sus decisiones son adversas a esos intereses.
Y si hoy preocupa la elección intermedia, más inquieta la constitucional que habrá tener lugar en 2012. Muy poco de lo que estamos viendo abona a la convicción de que con este IFE y las reformas recientes, los comicios presidenciales habrán de recuperar la normalidad democrática de las elecciones de 2000. Lo acontecido en aquel singular proceso electoral no fue casual, incluso el candidato ganador muy poco aportó hasta antes de su triunfo para que los ciudadanos tuvieran la convicción de imparcialidad y confiabilidad de las instancias de autoridad fundamentales, como lo revelan sus declaraciones a los medios el día de la elección al momento en que asistió a sufragar. Lo acontecido en julio de 2000 fue una determinación política consistente desde el inicio de gestión, de que el Presidente mantendría distancia de lo que sólo a su partido y candidatos correspondía. Fue una decisión criticada e incomprendida hasta hoy día por algunos en su propio partido y evidentemente no asimilada por quien resultó triunfador en 2000; la consecuencia fue que en 2006 tuvimos un proceso del que todos estamos pagando elevados costos, incluido quien resultó ganador.
Las elecciones no resuelven todo lo que nos gustaría que quedara decidido en ellas, pero al menos sí ofrecen una fórmula civilizada para la disputa por el poder. Sus condiciones de eficacia demandan que se realicen en términos justos, de una relativa equidad y, por lo mismo, con un estatuto de imparcialidad de quienes tienen poder, desde el gobierno. Conforme más tiempo lleve asimilar esta premisa, más habrá de dificultarse el arribo de una democracia aceptable y reconocida por todos: ciudadanos, ganadores y perdedores. Elecciones que den legitimidad al ganador y que satisfagan a quien no se vio favorecido por los términos en los que se desarrollaron los comicios y, particularmente, por la convicción de que en una democracia, para los partidos y proyectos políticos con base social no hay derrota total ni definitiva