Al cerrarse el ciclo político de la LX Legislatura volvemos a ver el lamentable espectáculo que ofrece un sistema político decadente.
Como hemos sostenido desde hace varios lustros, la reelección legislativa instaurada por la Constitución de 1917 fue abortada por la revolución a manos de Plutarco Elías Calles y su pupilo Lázaro Cárdenas, para establecer uno de los pilares de la hegemonía de un solo partido.
La persistencia de este basamento del autoritarismo conspira contra la endeble democracia que alumbramos. La partidocracia de la pluralidad incompleta lo ha comprendido, si no en su profundidad histórica (demasiado pedir de la estulticia), sí en la consecuencia política que arroja: prevalecen los partidos, no los ciudadanos, predomina el tripartismo de la repartija, no la República ni su dialéctica democrática.
Tenga la seguridad el lector de que, al momento de leer estas líneas, los casi 500 diputados que finalizan su encomienda andan buscando trabajo, no haciendo el que les toca. Si bien les va, lo procuran en sus jefaturas de partido, mismas que han determinado, en virtud de la reforma restauradora de 2007, que son ellas las que seleccionarán a los candidatos. Prevalencia cada vez más pura de los intereses de los partidos sobre los del ciudadano.
Quienes creyeron que la reforma pluralista de 1996 era una reforma democrática que ponía a los ciudadanos en el centro de la vida republicana se equivocaron de lleno. Era una reforma necesaria, sí, pero a condición de que le siguiera el desmantelamiento del resto del sistema político autoritario de Calles y Cárdenas que permanece instituido.
El único argumento atendible que conozco contra la reelección legislativa es que supondría la perpetuación de políticos dados al clientelismo. Sin embargo, la idea cae por su propio peso. El clientelismo lo practican de todos modos los partidos políticos. Sin reelección, los ciudadanos quedamos privados del poder de remover o mantener a los congresistas en función de su desempeño y nuestras preferencias. Sin reelección legislativa tenemos más partidos y menos ciudadanía. Con la reelección, en cambio, sería al revés: el poder inevitable de los partidos se equilibraría con el de los ciudadanos al hacer que las elecciones fueran al mismo tiempo ocasión para rendir cuentas.
El poder sustraído al ciudadano se concentra en los partidos políticos, que determinan el menú de opciones electorales con cada vez menos participación de la ciudadanía. Se contribuye así a alejar a la sociedad de la política y abonar a su desprestigio, cuando podría promoverse lo contrario.
La reforma política de 2007, que se pondrá a prueba electoral este año, ha contribuido grandemente a ello. Con esa reforma se aumentó el poder de los partidos políticos, se disminuyó el de los ciudadanos y se le puso un parche a la corrupción mediática de la política. En vez de corregir la vergonzosa connivencia con las empresas privadas que usurpan el espacio público, se dosificó el acceso del público a la información política.
Veremos, pues, un nuevo episodio de la interminable serie: dedazo efectivo, no reelección.