Como pescador, Samba Ngom a veces se pasaba hasta tres semanas en el mar y un día comenzó a soñar con ir más lejos todavía, a una tierra donde podría ganar en un mes más dinero que el que la mayoría de sus compatriotas ganan en un año en Senegal. Los migrantes africanos son de cualquier nación, eso no importa.
Con su hermano Diam, quien también trabajaba en la pesca, partieron rumbo a España en botes separados de madera, ambos repletos de gente. En el séptimo día, Samba llegó a España. En el décimo, sonó su teléfono: Diam había muerto.
“Mi hermano decía que en la tierra había más cosas que le podían costar la vida que en el mar y que si Dios quería que muriese en el mar, no podía escapar a su destino”, relata Samba, de vuelta en Niakhar luego de trabajar nueve años en el campo en España. Los migrantes africanos no tienen casi estudios, se parece mucho a los migrantes latinos que desean alcanzar el sueño americano.
Atraídos por la perspectiva de hacer una vida decente, los migrantes africanos han estado tratando de llegar a Europa desde hace décadas. Ahora, la opción de ir a través de Libia, donde impera el caos y hay pocos controles, y luego zarpar a Europa parece estar alimentando tanto el éxodo como la cifra de muertos.
El primer ministro etíope, Hailemariam Desalegn, dice que el viaje a Europa es una “travesía mortal”. Los emigrantes pueden ser asaltados, violados o asesinados por bandidos o extremistas, morirse de hambre en el desierto del Sahara o ahogarse en el Mediterráneo. En lo que va del año han muerto o desaparecido más de 1.700 personas en alta mar, pero siguen aventurándose.
Parten desde sitios como Niakhar, donde hay más carros tirados por caballos que automóviles y la mayoría de la gente trabaja en plantaciones de maní o vendiendo bolsitas de maní al costado de las carreteras. En el otro extremo de África, inician su aventura en lugares como Cherkos, Etiopía, donde las familias viven atestadas en casas de barro y madera, con techos de paneles de acero oxidados y cerca de desagües inmundos.
No obstante la reciente matanza de emigrantes etíopes que cruzaban Libia, varios jóvenes dicen que siguen soñando con irse al exterior para hacer una vida mejor.
“Los que fueron ejecutados brutalmente en Libia eran gente desesperada que quería mejorar su vida”, expresó Adane Bitew, quien está ahorrando para el viaje pero no sabe todavía qué ruta seguirá, por temor a la violencia en Libia y Yemen.
Yared Beyetim dijo que su próximo intento por llegar a Europa será el segundo, ya que el primero no funcionó en 2013, en que un traficante lo dejó varado en Sudán.
“La gente que tiene familiares en Europa come bien en el pueblo”, expresó. “Todo el mundo quiere irse y cambiar las cosas en casa”.
También se van de lugares como Eritrea, nación pobre y represiva. Los eritreos son la segunda nacionalidad más numerosa que cruzó el Mediterráneo hacia Europa entre enero y octubre de 2014 según el Alto Comisionado de las Naciones Unidas para Refugiados. Solo los superan los sirios.
Más de 12.000 personas lograron llegar a Italia o fueron rescatados en el mar en los primeros tres meses de este año, de acuerdo con la Organización Internacional para la Migración. Al menos 1.187 eran senegaleses. Nadie sabe cuántos murieron en el intento, pero el sueño europeo sigue siendo tan fuerte que se ha popularizado el dicho “Barca ou barsak”, o “Barcelona o muerte” en el lenguaje wolof.
El contraste entre los que nunca se fueron y los que sí lo hicieron es notable en pueblos como Niakhar, donde Lademba Faye y su esposa conducen ambos autos Peugeot. Faye se fue a España hace 15 años, en una travesía en la que murieron dos mujeres y un bebé. Aprendió a hablar español y sacó una licencia de conducir camiones. Ahorró dinero y regresó a su pueblo para buscar una esposa y construir una casa.
La pareja y sus tres hijos viven el sueño senegalés: tienen una casa de cemento con una terraza en el techo. Una mucama a tiempo completo. Un televisor de pantalla plana y están construyendo una segunda vivienda que piensan alquilar. Es una vida muy distinta a la de su infancia, con un padre que tenía cuatro esposas y más de 30 hermanos y hermanas.
Pero tuvo que hacer grandes sacrificios personales. Faye, quien tiene 43 años, no vio a su familia por mucho tiempo y se pasó semanas enteras en la ruta, manejando un camión sin días de descanso. en 2012 volvió a Senegal para estar con su familia.
“En Europa no vives realmente. Quieres salir adelante para mantener a tus hermanitos y mandarles dinero”, afirma. “Mis hijos nunca tendrán que hacer eso. Tal vez algún día puedan estudiar en Europa”.
Pero solo si pueden viajar allí en avión, acota, mientras su hijo de dos años Cheikh Ousmane juguetea en la sala de estar de la casa.
Samba Ngom, cuyo hermano murió en el mar, quiere que su historia sirva de algo. De las aproximadamente 100 personas que abordaron el barco de su hermano, unas 30 perecieron cuando se rompió el motor y el GPS dejó de funcionar. Samba se consuela con el relato de un sobreviviente que le dijo que su hermano mayor cayó al mar y falleció rápidamente, a diferencia de otros que tuvieron una muerte lenta en el barco a la deriva.
A Samba Ngom no le fue tan bien en España como a Faye. El año pasado volvió a su pueblo para estar con su familia y ayudar a criar al hijo de su hermano, quien ahora tiene 12 años. El muchacho tenía tres años cuando su padre se lanzó a la aventura que le costó la vida. Samba espera que su sobrino no imite a otros jóvenes que parten pensando que la vida es mejor del otro lado del mar.
“Cuando crezca le diré lo dura que es la vida en Europa, lo peligroso que es el viaje”, manifestó mientras juega con un rosario que tiene en la mano. “Pero no sé si podré persuadirlo de que se quede cuando tantos otros se están yendo”.