Michael Jackson y su Thriller no necesitan presentación, ni siquiera en las páginas de economía. Paul Samuelson es quizás el mejor economista del siglo XX. Y luego está Joseph Stiglitz: “Los tres crecimos en Gary (Indiana), una ciudad obrera de lo más deprimente; prefiero Cadaqués, adonde voy un par de veces al año”, dispara Stiglitz, ganador del Nobel de Economía en 2001, en un rincón del coqueto auditorio de Cornellà, en pleno cinturón industrial de Barcelona. A sus 67 años, Stiglitz es una de las voces más críticas con el FMI y el fundamentalismo de mercado (que durante años fueron casi lo mismo). Fue asesor de Bill Clinton y desde entonces se erigió en martillo de George Bush, y ahora de Barack Obama, supuestamente más cercano a sus coordenadas ideológicas. “Obama ha estado demasiado cerca de Wall Street. De momento ha hecho poco para cambiar una forma de entender el capitalismo que nos llevó a la debacle. Demasiado poco. A veces pienso que no hemos aprendido nada: estamos como estábamos, y en algunas cosas aún peor”, sostiene en una entrevista con este diario.
Stiglitz, una de las mentes maravillosas de la Universidad de Columbia, ha sido implacable con la desregulación financiera, y uno de los pocos economistas que vieron venir la mayor recesión de las últimas décadas, que atribuye sobre todo a los excesos de la banca. “Los sabios escribieron que la memoria financiera dura 10 años; los bancos y los mercados nos dijeron que eso se había acabado, y después afirmaron que esta era una crisis que ocurre una vez cada siglo, cuando en realidad es la constatación de que los sabios tenían razón: las crisis llegan puntualmente cada 10 años”, apunta.
Tildado de panfletario por sus críticos -que no son pocos-, en su último libro, Caída libre (Taurus), Stiglitz no tiene piedad de los bancos: a lo largo de 350 suculentas páginas los tacha de “siniestros”, “dinosaurios”, “especuladores”, de haber llevado “al engaño” a mucha gente para obtener enormes beneficios (como parece confirmarse en el caso de Goldman Sachs) y se despacha con un buen puñado de lindezas por el estilo. En fin, una rareza en un mundillo, el de los economistas, en el que la esfera financiera ha cobrado un protagonismo sin precedentes. Aunque ahora sus obsesiones son otras. Básicamente dos: cómo salir de ésta y cuáles serán cuando la crisis acabe -porque todas las crisis acaban- las ideas que dominarán política y economía.
Stiglitz no es precisamente optimista: “No hemos tomado el rumbo adecuado”. Especialmente en Europa, donde algunos países se enfrentan a una peligrosa crisis fiscal. “Hay riesgo de ataque de los mercados si no se hace nada; pero hay otro riesgo aún mayor de caer en el fetichismo del déficit, que lleve a los Gobiernos a retirar estímulos y a subir impuestos antes de tiempo para evitar esos ataques: eso es muy peligroso porque puede ralentizar la economía y llevarla a una espiral complicada. Los ejemplos más claros son Argentina y los países del sureste asiático que siguieron los consejos del FMI a finales de los noventa; curiosamente, ahora el FMI recomienda lo contrario: mantener los estímulos y dejar las necesarias subidas de impuestos para más adelante”.
España, claro, está en esa tesitura. Y el Gobierno ha decidido subir el IVA en julio. “No hay solución fácil para España. Si no sube impuestos se expone a los ataques, pero es aún peor subirlos cuando la recuperación aún no ha llegado, porque puede provocar que el crecimiento se ralentice durante años, y eso no previene precisamente contra un futuro ataque especulativo”, avisa. Si Grecia es Bear Stearns -el banco de inversión que fue rescatado-, la duda es quién puede ser Lehman Brothers, que quebró meses más tarde. ¿Tal vez España? “Quizá Portugal”, dice Stiglitz. Y quizá la pieza sea aún mayor, “sobre todo si no aprendemos las lecciones de esta crisis y de las anteriores”.
Stiglitz suele recurrir a la crisis asiática de los noventa como inspiración. Tailandia fue el primer gran país en caer. Los mercados apostaron entonces a que caería Indonesia: Indonesia cayó. Después pusieron en la diana a Corea: bingo. Hong Kong y Malaisia venían inmediatamente más tarde. “Esos dos países tomaron medidas y atacaron a quienes les atacaban: sufrieron, pero pudieron con los especuladores. Esa es la lección que debe aprender Europa. Y esa es la mayor decepción de esta crisis: no hay solidaridad”.
El euro está herido y “puede que no sobreviva, corre el riesgo de desaparecer si no se genera una ola de solidaridad, si no se ponen en marcha soluciones institucionales”, avisa Stiglitz. “El problema es evidente, pero la lentitud y la debilidad de la respuesta cuestionan la supervivencia del euro. Los mercados no son precisamente una fuente de sabiduría: son predadores, muchas veces son estúpidos, son completamente impredecibles, y si Alemania y Europa no buscan soluciones pueden provocar estragos”, añade.
Stiglitz es un hombre distendido, habitualmente relajado, con un aire risueño, y sin embargo se solivianta con algunas cosas: la crisis griega, por ejemplo. “La paradoja es que dimos a los bancos un cheque en blanco para salvarlos, y ahora la ayuda se pone a disposición de Grecia a unos costes excesivos: no puedes hacer dinero con tu familia, como parece querer hacer Europa. Si no hubo dilemas morales para salvar a la banca, no veo por qué hay que condenar ahora a miles de personas por los excesos cometidos por el anterior Gobierno griego”.
El Nobel de 2001 es un outsider en Washington. En general, mientras en Europa parece una superestrella, en EE UU puede pasar casi desapercibido. Salvando las distancias, recuerda al caso de un tipo que, como él, es judío y está enamorado de Nueva York: Woody Allen. Stiglitz se ríe con la comparación, pero asegura que Newsweek erró cuando lo calificó como “el hombre más incomprendido de América”. “Creo que ahora recibo más atención que nunca. Las ideas que defiendo están encima de la mesa: acerca de la regulación, de los bancos demasiado grandes para caer, de los incentivos a los banqueros”, afirma.
Y sin embargo no parece que Washington acabe de fiarse de sus recetas: una regulación mucho más estricta, que incluye freír a impuestos a los bancos para que paguen por lo que hicieron. Tras unos meses en los que la banca se agazapó -justamente durante los millonarios rescates-, el sistema financiero vuelve a clamar ahora contra lo que algunos denominan ya “cebar la bomba”: la próxima burbuja será de deuda pública. Stiglitz, una vez más, discrepa de la tesis que defiende, por ejemplo, Kenneth Rogoff. “Es verdad que habitualmente (pero no siempre) tras una recesión combinada con una crisis financiera es frecuente que haya problemas con la deuda pública. Pero eso sucede en los países que no son ricos: Europa y Estados Unidos están sometidos a fuerzas distintas, tienen un sistema impositivo potente, monedas fuertes, la gente va a seguir comprando su deuda”. “No veo la burbuja: podemos manejar la deuda. Tras el crash de 1929 también triunfó ese fetichismo del déficit. Derivó en la Gran Depresión, por cierto. Está por ver si de verdad hemos aprendido algo”, concluye