En una tranquila bahía ubicada a medio camino del Río Potomac, Don Shomette tiene un desembarco fangoso en su canoa curtida por el viento.
Es un viaje que ha realizado miles de veces pero que esta vez, mientras vira por donde se encuentra un cementerio de buques de la Primera Guerra Mundial, le recuerda por qué sigue volviendo a Mallow Bay.
“Es bastante irónico que estos barcos que participarían en una guerra de destrucción masiva sean ahora reclamados por la naturaleza”, dice Shomette, al tiempo que empuja su remo en el agua.
Los esqueletos de más de 185 barcos de madera a vapor son los restos de una flota inútil, puesta al servicio de los Estados Unidos en 1917 tras entrar en la Primera Guerra. Pero al momento en que Alemania se rindió, ni uno solo de estos barcos había cruzado el atlántico.
Después que una investigación del Congreso revelara que los barcos estaban mal diseñados y que era demasiado caros mantenerlos, su producción se detuvo y las unidades fueron compradas por una compañía de salvataje para utilizar sus partes y emplearlos como transporte a la bahía, ubicada a una hora de navegación al sur de Washington, la capital estadounidense.
Y luego de que la Gran Depresión dejara a la compañía en bancarrota, en 1931, los buques fueron abandonados a su suerte (y descomposición) en las aguas de Mallows Bay.
Hoy, esta flota putrefacta representa el mayor grupo de embarcaciones históricas disponibles en el mundo occidental.
Shomette, nacido en Maryland hace 72 años, visitó Mallows Bay por primera vez cuando era un adolescente.
Su afición por la arqueología submarina e histórica lo han llevado desde la costa de Yorkshire, Inglaterra, hasta las profundidades del lago Michigan, trabajando como consultor para grupos como la National Geographic.
Pero Shomette sigue regresando a la misteriosa colección de barcos que flotan intocables a su espalda. Y hasta obtuvo una beca que le permitió convertir su pasión en un trabajo.