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Un análisis crítico sobre cómo la «guerra contra el narco» iniciada hace más de 20 años transformó al país en un escenario de conflicto permanente, donde las estrategias fallidas han normalizado el horror.

POR: Redacción de Análisis y Seguridad FECHA: 06 de diciembre de 2025 TIEMPO DE LECTURA: 8 minutos

Han pasado más de veinte años desde que el gobierno federal declaró una guerra frontal contra los cárteles de la droga, una decisión que marcó un punto de no retorno en la historia contemporánea del país. Lo que se prometió como una solución de mano dura para recuperar la seguridad se convirtió en una espiral interminable que ha dejado cicatrices profundas en el tejido social. Hoy, la violencia en México no es una coyuntura pasajera, sino una crisis estructural que ha atravesado múltiples administraciones sin encontrar un freno real.

El panorama actual es desolador. Ya no se trata únicamente de disputas por rutas de trasiego de estupefacientes hacia el norte. La naturaleza del crimen organizado ha mutado, volviéndose más depredadora y territorial, afectando directamente a la población civil. Analizar estas dos décadas es fundamental para entender por qué, a pesar de los cambios de gobierno y de retórica, la violencia en México sigue siendo el principal desafío de gobernabilidad y la mayor deuda del Estado con sus ciudadanos.

A continuación, desglosamos seis claves críticas que explican por qué esta crisis parece no tener fin.

1. La mutación criminal: Del trasiego al control territorial

Hace dos décadas, el objetivo principal de los grandes cárteles era asegurar el flujo de drogas ilícitas. Hoy, el modelo de negocio es mucho más complejo y agresivo. Ante la fragmentación de los grandes capos, las células delictivas diversificaron sus ingresos hacia la extorsión generalizada (el infame «cobro de piso»), el secuestro y el control de mercados lícitos, como el aguacate o el limón en estados como Michoacán o Guerrero.

Esta mutación significa que los grupos criminales necesitan dominar físicamente el territorio, no solo las rutas. Esta necesidad de control absoluto sobre comunidades enteras es lo que ha disparado los índices de violencia en México a niveles de conflicto armado interno en ciertas regiones, donde el Estado ha sido desplazado como la autoridad de facto.

2. La militarización como única respuesta

Desde el despliegue masivo de tropas hace más de 20 años hasta la consolidación reciente de la Guardia Nacional con mando militar, la estrategia central del Estado mexicano ha sido responder con fuego al fuego. Si bien la presencia de las fuerzas armadas es a menudo solicitada por poblaciones desesperadas, la evidencia de dos décadas demuestra que la militarización no resuelve las causas de raíz.

La crítica fundamental es que se ha utilizado al ejército para labores de seguridad pública para las que no está entrenado, mientras se abandonó la urgente necesidad de reformar y profesionalizar a las policías locales y estatales. Esta dependencia de la fuerza letal ha resultado en graves violaciones a los derechos humanos y, paradójicamente, no ha logrado disminuir de manera sostenida los homicidios dolosos que alimentan la estadística de la violencia en México.

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3. La crisis humanitaria de los desaparecidos

Quizás la herida más dolorosa de estos 20 años es la crisis de desapariciones forzadas. La violencia en México ha generado una pedagogía del terror donde desaparecer a las personas se convirtió en una táctica común para ocultar cifras de homicidios y sembrar miedo.

Miles de familias, lideradas principalmente por madres buscadoras, recorren el país con picos y palas, haciendo el trabajo forense que el Estado no realiza. Esta tragedia humanitaria visibiliza el fracaso institucional: no solo no se puede proteger la vida, sino que tampoco se garantiza el derecho a la verdad y a un entierro digno. La crisis forense, con decenas de miles de cuerpos sin identificar en morgues y fosas comunes, es el reflejo más crudo de la saturación del sistema.

4. La atomización de los cárteles y el caos local

La estrategia de «descabezar» a las organizaciones criminales, capturando o abatiendo a sus líderes visibles (el «Kingpin Strategy»), provocó un efecto hidra. En lugar de acabar con los cárteles, estos se fragmentaron en decenas de células más pequeñas, volátiles y violentas, que pelean brutalmente por plazas más reducidas.

Esta atomización hace que el mapa criminal sea mucho más complejo de leer y combatir. La violencia en México se ha vuelto más impredecible y localista, con grupos que, al carecer de las conexiones internacionales para el gran narcotráfico, recurren con mayor saña a depredar a la población local para financiarse.

5. La impunidad: El motor de la reincidencia

Ninguna estrategia de seguridad funcionará si no está acompañada de un sistema de justicia eficaz. En México, la probabilidad de que un delito grave sea denunciado, investigado y sentenciado es abismalmente baja. Esta impunidad casi absoluta es el combustible que permite que la maquinaria de muerte siga operando.

Mientras el costo de matar, desaparecer o extorsionar sea prácticamente cero en términos legales, la violencia en México seguirá siendo un negocio rentable y de bajo riesgo para los perpetradores. La reforma judicial y de las fiscalías sigue siendo la gran ausente en la discusión sobre seguridad.

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6. La normalización social del horror

Finalmente, el aspecto más insidioso de 20 años de conflicto es la normalización. Generaciones enteras han crecido viendo noticias de cuerpos colgados, balaceras a plena luz del día y masacres. Existe un riesgo real de insensibilización social, donde la violencia en México se percibe como un fenómeno meteorológico inevitable en lugar de una falla política y social corregible. Esta resignación colectiva, sumada al miedo a denunciar, debilita la exigencia ciudadana de rendición de cuentas.

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Conclusión: Un cambio de paradigma urgente

Mirar atrás a estas dos décadas no es un ejercicio de nostalgia, sino de cruda realidad. La narrativa de «buenos contra malos» ha demostrado ser insuficiente y peligrosa. La violencia en México es un monstruo de múltiples cabezas alimentado por la corrupción, la desigualdad, la demanda internacional de drogas y el tráfico de armas desde el norte.

Mientras el Estado mexicano siga apostando por las mismas estrategias reactivas y militarizadas, ignorando el fortalecimiento de la justicia civil y el tejido social, los próximos años no serán distintos a los veinte anteriores. La paz no llegará a través de más balas, sino a través de la reconstrucción de un Estado de derecho que hoy, en vastas zonas del país, es solo una ilusión.

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