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La globalización creó el México de hoy en día, transformando su economía, sociedad y política, para desagrado del actual presidente, Andrés Manuel López Obrador. Ahora, si desea salvar su Presidencia y al país de la pandemia del nuevo coronavirus y de una despiadada recesión, el hombre que en su discurso de investidura presidencial denunció el neoliberalismo por “corrupto” tendrá que fortalecer las relaciones internacionales de México.

A lo largo de los últimos 30 años, México se convirtió en una de las economías más abiertas del mundo. El comercio supera 80 por ciento del Producto Interno Bruto: millones de empleos mexicanos dependen de un sector de exportación en auge que abarca autopartes, motores de aeronaves, dispositivos médicos, pantallas de televisor, productos agrícolas, y mucho más. Según McKinsey Global Institute, estos sectores con impacto internacional son los más productivos y representan una sólida base para empleos de mayor remuneración y crecimiento económico a más largo plazo.

Más de medio billón de dólares de Inversión Extranjera Directa ha llegado a la nación en las últimas dos décadas, permitiendo construir una base manufacturera competitiva a nivel global y, más recientemente, una estabilización y modernización del debilitado sector energético.

La liquidez del peso ha facilitado esto con un flujo transfronterizo de más de 100 mil millones de dólares diarios. La mitad de la población mexicana indica que tiene familia en el exterior, principalmente en Estados Unidos. Desde el ciudadano común hasta la élite, desde sitios de construcción hasta granjas, la migración ha atraído al humilde y al pudiente de México, a sus empresarios y a su gente en dificultad. Estos 12 millones de mexicanos, 10 por ciento de la población, envían remesas, unos 40 mil millones de dólares en 2019, que representan un sustento para familias y comunidades en casa.

Al igual que en otros países, la globalización ha tenido sus costos. Muchas de las organizaciones criminales de México son transnacionales, mueven sustancias ilegales y trafican personas a través de las fronteras, asediando simultáneamente a aquellos que permanecen en el país. La desigualdad aumentó a la par de la apertura de México (aunque ha disminuido en la última década), y la pobreza perdura. Aviones y barcos trajeron un letal virus que fue inicialmente incubado del otro lado del océano.

No obstante, el resultado real de la globalización para México se evidencia a través de las grandes disparidades entre norte y sur: al norte abierto y conectado le va mucho mejor en términos de ingresos, riqueza, educación y esperanza de vida que al aislado sur. Las propias decisiones de los mexicanos revelan qué mundo prefieren, pues las poblaciones en estados más ‘internacionales’ están creciendo.

Y aún así, López Obrador insiste en desconectar a México del mundo.

Inició su cruzada contra un México global mucho antes de su exitosa campaña presidencial en 2018 y el brote del COVID-19 de este año (su impulso presidencial de 2006, por ejemplo, instaba a rechazar menores aranceles agrícolas acordados en el Tratado de Libre Comercio de América del Norte). Ahora, en sus conferencias de prensa diarias, despotrica contra las políticas exteriores de sus predecesores, culpándolos de la pobreza, desigualdad, corrupción e inseguridad.

A nivel energético, solo visualiza al Estado y ha cancelado subastas y debilitado los contratos privados. En su intento por ser autosuficiente en términos de gasolina, invierte miles de millones en refinerías, aunque las de México operan a tan solo una cuarta parte de su capacidad, y bloquea políticas que apuntan a comprar la energía más barata que haya, a menudo gas natural importado y más limpio.

La autosuficiencia, y no la dependencia, también orienta su visión de la agricultura. Su Gobierno gasta miles de millones de dólares en fertilizantes gratuitos para los agricultores, precios garantizados para el maíz, el frijol, la harina, el arroz y la leche, y subsidios para que los consumidores paguen menos que las tarifas del mercado por estos alimentos y otros de la canasta básica.

En términos generales, a López Obrador parece importarle poco las normas internacionales. Acude a referendos locales para resolver las decisiones de inversión. Estas consultas ‘populares’, en las que frecuentemente solo vota una mínima porción de la población, han sido utilizadas para cancelar la construcción de un nuevo aeropuerto en Ciudad de México en 2018; autorizar el Tren Maya que afectaría los bosques de la península de Yucatán; e impedir que el productor de cerveza Corona abra una planta en Baja California. Está socavando la independencia de agencias regulatorias, ahuyentando a inversionistas a medida que reemplaza a expertos cualificados con partidarios.

El Gobierno de López Obrador no se ha alejado totalmente del resto del mundo. Ha alcanzado acuerdos de libre comercio con EU y Canadá, al igual que con la Unión Europea. Además, está priorizando la reapertura de fábricas relacionadas con cadenas de suministro de Norteamérica, pero estos pocos factores positivos se ven opacados por la creciente indiferencia ante las normas básicas del comercio.

¿Dato revelador? López Obrador no ha salido del país desde su victoria electoral. Ha enviado a otros a reuniones del Grupo de los 20; a la Asamblea General de las Naciones Unidas, y al Foro Económico Mundial en Davos, dejando a la deriva todo liderazgo mexicano en un abanico de temas, desde financieros hasta climáticos.

Si el presidente realmente quisiera ayudar a los que dice representar, acogería las ventajas globales de México. Favorecería la inversión y experiencia extranjera en el sector de la energía, acelerando así la transición hacia una red más estable y eficiente. Esto beneficiaría más que todo a la población pobre con precios más bajos.

Una creciente producción liderada por el sector privado también significaría regalías gubernamentales más altas para dedicar a programas sociales. Un sistema de electricidad prolífico también atraería más manufactura, un paso clave en la expansión del rol de México en las cadenas de suministro y la generación de más y mejores empleos.

Un mayor comercio agrícola mantendría bajos los precios al consumidor, ayudando así a la población pobre sin costosos desembolsos gubernamentales. Permitiría igualmente especializarse en una mayor rentabilidad de frutas, vegetales, café y otros productos, un camino que posibilita salir de la permanente pobreza que significa la agricultura de subsistencia. Por otra parte, adherirse a normas basadas en el comercio y apoyo no politizado traería de vuelta la inversión local e internacional que alimenta el crecimiento económico.

Tristemente, no es probable que López Obrador cambie el curso que ha tomado. Más bien, la actual recesión se intensificará. Los nuevos 10 millones de pobres tendrán la compañía de millones más. No se tendrá en cuenta al país para la reubicación de cadenas de suministro que salen de China en este momento, limitando su potencial económico a largo plazo. Se perderán vidas y sustentos. Un México más solitario será un México disminuido que drena la esperanza de aquellos que llevan mucho tiempo en el olvido.

López Obrador no va a salvar a México porque es ir contra lo que dice y hace algo que jamas aceptará así que serán seis años de declive en nuestro país

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